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Surrealismo posterrorista

Jose A. Pérez Ledo

“El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar contra la multitud tantas veces como sea posible”. Son palabras de André Breton para el Segundo manifiesto surrealista. Era el París de los locos años 20, y eso probablemente le salvó del linchamiento. De haberlo escrito (o tuiteado) esta semana o la pasada, la gente andaría por ahí quemando sus libros o, peor, haciendo memes con su cara. “¡Vete a Cuba, André Breton!”, gritaría Marhuenda o cualquier otro saltimbanqui del periodismo en el debate del sábado noche.

Surrealista fue, sin duda, la semana pasada, pero no tanto por los atentados en sí (que yo consideraría más bien hiperrealistas) como por algunas de las reacciones que provocó. Seguramente vieron ustedes a nuestro presidente ondeando, dignísimo él, la bandera de la libertad de expresión. Era, en efecto, el mismo sujeto que comparece ante la prensa con un monitor de por medio. El mismo que acaba de aprobar una ley que, entre otras lindezas, castiga con 30.000 euros una simple sentada.

Solo un par de días antes de que Rajoy viajase a París como valedor de libertades, la Audiencia Nacional imputaba a Facu Díaz, director y presentador del programa 'Tuerka News'. ¿Su delito? Un sketch. El humorista cometió la desfachatez de burlarse del PP (no confundir con Mahoma) en su programa de televisión. Si Rajoy enlazó ambos conceptos (manifestación por la libertad de expresión en Francia, imputación a un humorista en España), solo su psicoanalista lo sabe.

Pero el surrealismo no es algo exclusivo de las élites. El mismo día en que se producía la disonancia cognitiva de Rajoy, tenía lugar otra en mi muro de Facebook. El autor: un conocido comunicador catalán que, poco después de defender el derecho de los periodistas de Charlie Hebdo a decir lo que les viniese en gana, andaba pidiendo la detención de Willy Toledo por su alucinógeno punto de vista sobre el atentado.

No es que el comunicador en cuestión se lo pidiese a nadie en concreto; era, más bien, un anhelo. Uno compartido por bastante gente, a tenor de los comentarios que generó el post. Ya se imaginarán el tono: “Yo defiendo la libertad de expresión, pero”.

Y, si lo piensan, es normal que tanta gente opine eso. Porque se empieza permitiendo que cualquiera diga lo que quiera y se acaba con un cantautor venido a menos cocinando un cristo al horno. O peor, con el príncipe, ahora rey, follando en la portada de una revista satírica. Que una cosa es burlarse de Mahoma y otra, muy distinta, cachondearse de los pilares de España.

Quizá la solución para tan complejo tema pase por una consulta ciudadana. O por asambleas de barrio. Decidamos entre todos dónde ponemos los límites de expresión. Que levante la mano quien se ofende cuando Willy Toledo abre la boca. Que grite '¡yo!' quien piense que sacar a uno del PP con capucha merece cárcel para el guionista. Que se ponga en pie quien crea que José Mota, a veces, cruza la línea de lo tolerable. Y así, tema a tema, chiste a chiste, vamos demarcando, con precisión, sobre qué cosas podemos hablar y cuáles mejor nos callamos.

La semana pasada, con sus asesinatos y sus ríos de tinta, merece figurar en los anales del surrealismo. Y quizá también en los del cinismo. Pero eso, claro, no es un movimiento artístico. Por ahora.

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