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El tabú del impago

En los últimos tiempos cada vez son más las voces que cuestionan la legitimidad del pago de ciertas deudas. La proliferación de plataformas que defienden la necesidad de una auditoría sobre la deuda pública, la reivindicación de anular parte de la deuda hipotecaria de las familias con dificultades económicas (dación en pago) o, más en general, la popularización de la consigna “No debemos, no pagamos”, son buena prueba de ello.

Sin embargo, el impago de la deuda suele presentarse como una opción descabellada, inviable más allá del ámbito de la propaganda. Por muy elevado que sea el coste social derivado de atender los compromisos financieros, se argumenta, seguir pagando deuda es siempre el “mal menor”. Dejar de hacerlo, condenaría a un escenario de exclusión financiera y aislamiento político mucho más gravoso. El impago no sólo supondría pérdidas para los acreedores sino, sobre todo, para la parte deudora, que a cambio del alivio inmediato perdería su acceso a nuevos recursos y quedaría estigmatizada de por vida.

Dejemos de lado el hecho de que el fundamento jurídico vigente ampara el impago de deuda bajo ciertas condiciones: el Derecho Internacional acuña el concepto jurídico de “deuda odiosa” para referirse a aquella que no se ha contraído a favor de quien finalmente ha de responder por ella. Los ejemplos más utilizados son el no reconocimiento en 1898 de la deuda del Gobierno cubano por parte de Estados Unidos, o la anulación en 2004 de la deuda iraquí contraída por el régimen de Sadam Hussein.

Obviemos también la cuestión, crucial, de la legitimidad de decidir sobre el uso que se da a los recursos propios. Es evidente, más allá de la legalidad, que existen principios y derechos de rango superior a un contrato privado de deuda financiera. Si no está permitido, por ejemplo, que una persona salde una deuda vendiendo un órgano de su cuerpo, ¿por qué habría de estarlo que un país la salde vendiendo su sistema sanitario?

Y hagamos un último esfuerzo por olvidar que, en flagrante contradicción con el discurso oficial sobre el “impago imposible”, la historia está plagada de episodios de impagos de todo tipo: desde los antiguos jubileos hasta las recientes quitas negociadas entre la troika y el Gobierno griego. Según atestiguan las hemerotecas y los libros de historia, la conclusión de estos episodios no concuerda con las amenazas previstas.

Así pues, centrémonos esta vez, exclusivamente, en un aspecto que atañe en la actualidad y de forma particular a los países de la Europa periférica, entre los que se incluye España: la cuestión no es si el impago de deuda es o no posible; porque lo cierto es que en las condiciones económicas actuales algún tipo de impago es inevitable. Y tanto los acreedores como la troika, por supuesto, lo saben.

Sintéticamente, la situación es la siguiente. Estos países acumulan volúmenes de deuda, mayoritariamente privada, desorbitados; deudas que multiplican varias veces todo lo que producen en un año (en el caso español se acerca al 400% del PIB). Por otra parte, su producción –de donde proceden los ingresos con los que habría que pagar las deudas- disminuye o, en el mejor de los casos, crece a un ritmo insignificante. Así las cosas, la fórmula a la que recurren para pagar la deuda es refinanciarla: es decir, contraer nuevas obligaciones para saldar las que van venciendo. Pero los tipos de interés que los mercados financieros privados exigen a los países de la Europa periférica para concederles nuevos créditos están muy por encima de su exigua capacidad de generación de ingresos con los que afrontar los pagos. Como resultado, su deuda acumulada registra una inercia de crecimiento imparable.

La secuencia, además, tiende a retroalimentarse convirtiéndose en una espiral perpetua, debido a que los acreedores imponen políticas de austeridad que profundizan la recesión (dificultando cada vez más la generación de ingresos), lo cual obliga a recurrir de forma creciente al mecanismo perverso de la refinanciación del endeudamiento a tipos de interés inasumibles. Bajo estas condiciones, como decíamos, saldar las deudas pendientes resulta imposible.

A primera vista parece absurdo: ¿Qué sentido tiene que los acreedores hagan del impago un tabú, si antes o después tendrán que avenirse a negociarlo? Precisamente, cuando se camina hacia un impago, convertirlo en un tabú es muy importante.

Una vez que una deuda se evidencia impagable el problema deja de afectar en exclusiva al deudor. La función del sector financiero es proveer de crédito, y el beneficio (interés) que obtiene por ello se supone correspondido por el riesgo que asume en su actividad. Son profesionales de la concesión de créditos. Siempre que alguien accede a crédito por encima de sus posibilidades hay una contraparte que está concediendo crédito por encima de las suyas. La pérdida en caso de impago, por tanto, está no sólo justificada sino “prevista” en la operación. Pero lógicamente, y en la medida en que sea capaz, la parte acreedora tratará siempre de minimizarla. Y en el contexto político actual, la capacidad de esta parte acreedora -el sector financiero- para conseguir lo que se propone es, según se ha demostrado, considerable.

Una vez que no se puede seguir ignorando que la parte deudora es incapaz de atender sus pagos, se inician las negociaciones en torno a la reestructuración de su deuda. Y ahí lo que se abre es una disputa distributiva fundamental: ¿Quién se hace cargo de los platos rotos? ¿Cómo se reparte la factura entre la parte deudora y la acreedora, si es que se reparte? Incluso si la reestructuración incluye impagos parciales, los resultados de esta negociación pueden ser escandalosamente desfavorables para la parte deudora. El diablo, como suele, está en los detalles.

En este sentido, resulta muy ilustrativo estudiar qué pasó con las renegociaciones de deuda en la crisis latinoamericana de los años ochenta. Ahora que ha pasado el tiempo y es posible realizar los cálculos, se constata que las reestructuraciones de deuda intermediadas por el FMI, incluso cuando incluían quitas que se vendieron como grandes concesiones, favorecieron enormemente a los bancos acreedores frente a los Estados endeudados. Esto se debió a dos razones fundamentales. Por una parte, porque al reprogramar los pagos los acuerdos priorizaban siempre el pago de intereses frente a la amortización del capital, que de esa forma no se liquidaba y seguía generando nuevos intereses. Así, según el nuevo esquema de pagos negociado, aunque se pagaba deuda, ésta no disminuía proporcionalmente. Y por otra, porque la reprogramación de la deuda suponía alargar los plazo y, por tanto, incrementar el pago final de intereses. Los cálculos señalan que en muchos casos ambos elementos compensaron de sobra las quitas concedidas.

El saldo de la negociación en torno a la reestructuración de la deuda (impago incluido) depende de la correlación de fuerzas entre deudores y acreedores. Y la posición de fuerza de la parte deudora radica, precisamente, en su capacidad de no pagar. De decidir no pagar. Fingir que la opción del impago no existe es la forma más efectiva de despojar a la parte deudora de su poder de negociación. Hay que recordar que la opción del impago unilateral existe, es la única forma de que los deudores cuenten con todo el poder que les corresponde. De nuevo América Latina, con los casos del impago unilateral argentino de 2001 y la política del gobierno de Correa en Ecuador a partir de 2007, puede ayudarnos a ilustrar la cuestión.

Lo que ahora está en juego en Europa no es si habrá o no impago. La cuestión política fundamental serán sus características concretas:

  1. Qué deuda deja de pagarse: ¿deuda pública? ¿deuda hipotecaria de familias con dificultades? ¿deuda de las entidades financieras?
  2. Qué acreedores asumen la quita: ¿los Estados? ¿otras instituciones públicas? ¿el sector financiero privado?
  3. Qué condiciones afectan a la deuda restante.

En definitiva, lo que se dirime es si el impago será diseñado por los acreedores de forma que sirva a sus intereses (maximizar los pagos recibidos), o si será usado como instrumento de legítima defensa por parte de los grupos sociales que están pagando la deuda. Una deuda que, es preciso recordarlo, no les corresponde.