Jean Paul Getty, uno de los primeros hombres en amasar una fortuna de más de mil millones de dólares, hizo instalar una cabina de teléfono con monedas en el vestíbulo de su mansión para las llamadas de larga distancia de sus invitados. También se dice que lavaba su propia ropa en los hoteles para no hacer frente a la factura de la lavandería. De Ralph George Algernon Percy, 12.º duque de Northumberland, se cuenta que suele llevar un almuerzo de bolsa con él para evitar pagar las comidas. Hay bastantes otros ejemplos de multimillonarios con comportamientos tacaños, como el Señor Burns separando el papel higiénico de dos capas y durmiendo abrazado a los sacos de billetes.
Del cobro por parte de varios políticos madrileños del bono social térmico para calefacción y agua caliente se ha dicho y escrito mucho durante los últimos días. A mí, por encima de la legalidad (que la tiene), la ética (que no la tiene) y la coherencia (de la que carece, especialmente en el caso de Mónica García), lo que me parece es una absoluta tacañería. Si eres el diputado más rico de la Asamblea de Madrid, con más de 104.000 euros de retribución, con activos financieros valorados en 1,4 millones, y solicitas una ayuda destinada a familias vulnerables con la que vas a ahorrarte 195 euros eres sencillamente un tacaño.
El problema principal está en el diseño de las ayudas, por supuesto. Un problema que va más allá de lo anecdótico. Es estructural. Según un informe de la OCDE, las familias más ricas de España se llevan el triple de ayudas que las más pobres. El 20% de los hogares más ricos de España recibió más del 30% de las transferencias del Estado, mientras que al 20% de los más pobres solo fueron a parar el 12%, dice el informe. Pero, por supuesto, uno puede elegir no hacer la trampa aunque esté escrita la ley. Uno puede, además, elegir no jactarse públicamente de hacerlo, como Enrique Ossorio en su rueda de prensa.
A una determinada escala es fácil sufrir ceguera social, una especie de adaptación psicológica a la incomodidad causada por la desigualdad. Vamos, resulta mucho más sencillo no ver la pobreza si no la tienes cerca. También se trata de una cuestión cultural. En situaciones donde la pobreza o la vulnerabilidad es generalizada entra en juego un sentido de responsabilidad colectiva. Si no estás acostumbrado a compartir porque no has tenido que hacerlo, la responsabilidad colectiva se diluye.
En un ensayo titulado La riqueza extrema es mala para todos, especialmente para los ricos, publicado en The New Republic, el escritor Michael Lewis escribió: “El problema no es que el tipo de personas que acaban en el lado agradable de la desigualdad sufran la incapacidad moral que les da una ventaja en el mercado. El problema lo provoca la propia desigualdad: desencadena una reacción química en unos pocos privilegiados. Inclina sus cerebros. Hace que sea menos probable que se preocupen por alguien más que por ellos mismos o que experimenten los sentimientos morales necesarios para ser un ciudadano decente”.
Con el dinero te aíslas del riesgo, de las molestias. Pero ese aislamiento tiene un precio adicional: el propio aislamiento, valga la redundancia. Vivir en una preciosa y aclimatada torre de cristal dándole la espalda a los demás y a sus problemas.