He de admitir que la campaña electoral me dejó un regusto amargo. Desconectado de las salas de máquinas en las que he estado tantos años, e incluso sin comunicación con quienes ahora están allí, estoy siguiendo la política con la mirada crítica de cualquier otro ciudadano interesado en nuestro devenir como sociedad. Pero precisamente por la naturaleza de mi reciente trayectoria, no puedo sino sentirme en parte responsable de un panorama que me preocupa.
En mi valoración de la última década identifico tres momentos políticos que se inspiran en mi propia experiencia política. La primera, que va desde 2011 a 2014, fue el tiempo de la indignación y la movilización contra la política de recortes impulsada por la mayoría absoluta del Partido Popular y la agenda neoliberal europea. La segunda, desde 2014 hasta 2018, fue el tiempo de la esperanza en que España podía realmente cambiar el sistema político y económico reforzando lo público y lo común, y dejando por fin atrás los seculares tiempos de corrupción, clientelismo y monarquía. La tercera, desde 2018 hasta la actualidad, ha sido el tiempo de la resistencia ante el creciente poder cultural, social e institucional de los elementos más reaccionarios. Las fechas no tienen por qué ser exactas, y otros podrán clasificar las etapas legítimamente de otra manera, pero creo que se entiende bien que el espíritu ha sido muy distinto en cada uno de los tres momentos que señalo.
La última fase ha sido la que más desgaste nos ha producido. Por un lado, porque el aterrizaje de la ola reaccionaria a España nos angustia como dirigentes, militantes y ciudadanos que conocemos bien la historia política contemporánea y tenemos miedo de las nuevas formas de fascismo que atraviesan nuestras sociedades. Por otro lado, porque la izquierda organizada ha ido pasando a estar cada vez más desorganizada y débil. Como si fuera un ejército en caótica retirada, la izquierda se ha ido desgajando en trozos más pequeños y cada uno de ellos con menos influencia y poder. Por si fuera poco, la división orgánica ha precedido a la ideológica, ya que, por lo general, y sin ánimo de ser exhaustivo, las diferencias de discurso han aparecido o han sido sobredimensionadas después de la división; como una coartada construida a posteriori de la fractura en cuestión. Todo ello ha sumido a gran parte de la militancia de izquierdas, y con razón, en la melancolía y la resignación. Y a la población de izquierdas, que por cuestiones de tiempo y salud mental no dedica demasiado tiempo a descifrar los entresijos de la politiquería, se la ha empujado a la más severa de las confusiones.
Yo sé que la unidad, así en abstracto, no es la panacea. Quizás la prueba de esto mismo es que aquí todo el mundo reclama siempre unidad; pero, eso sí, una unidad en torno a uno mismo. Sin duda, hay que debatir de algo más que de cómo arrimarse unos a otros. Al fin y al cabo, el espacio político a la izquierda del PSOE no sólo se divide, sino que también mengua. De hecho, con toda probabilidad se divide porque mengua, y no al revés. Para hacerse una idea de la gravedad del asunto, basta recordar que el espacio en estas últimas elecciones ha representado sólo al 8% de los votantes, mientras que en las europeas de 2014 representó al 18% y en las generales de 2015 y 2016 al 24% y 21% respectivamente. Debatir sobre las razones de esta tendencia sociológica, y alcanzar acuerdos para abordarla, es la verdadera política.
Con toda seguridad, lo que Yolanda Díaz pretendió, al menos desde que Pablo Iglesias la designara vicepresidenta y líder moral del espacio político en la primavera de 2021, era responder a este continuado retroceso electoral. La avalaba una gestión magnífica en el Ministerio de Trabajo y, sobre todo, la mejor valoración pública de todo el espacio político -muy por encima de los demás-. Con esa legitimidad, Díaz se propuso construir un espacio común en el que se reencontraran todos los fragmentos orgánicos y sociológicos que ya entonces se habían ido dispersado. No era aquella una misión sencilla, y desde el principio hubo muchas resistencias y obstáculos. A pesar de que se logró una candidatura única para las elecciones generales de 2023, que además permitió salvar el gobierno de coalición y frenar a la ultraderecha, el proyecto carecía de combustible suficiente. El veto a Irene Montero, la incomodidad de los partidos, la marcha de Podemos del grupo parlamentario el año pasado y la confrontación electoral de los últimos meses, todo lo cual se elevaba ya sobre un fondo de guerra fría, apuntaba al fracaso de este intento de reencuentro. Finalmente, la dimisión de Díaz como coordinadora de Sumar supone el reconocimiento orgánico de este punto.
Cuando la división es consecuencia de la derrota sucede que, como repite con acierto el nuevo coordinador de Izquierda Unida, Antonio Maíllo, «la división sí garantiza el fracaso». En esos escenarios de división y, peor aún, de enfrentamiento, la gente tiende racionalmente a desertar. Y es que no se le puede pedir a las personas trabajadoras que además de sacar adelante con dificultad a sus familias también dediquen ingentes energías en desgarradoras y probablemente incomprensibles peleas internas. En consecuencia, serán necesarios futuros intentos de reencuentro, aunque sean dirigidos por nuevos liderazgos y también nuevas formas. Desgraciadamente, el crédito con el que contaba Yolanda Díaz al comenzar esta tarea no tiene equivalente en la actualidad, y costará encontrar piezas que sean claves para reconstruir el espacio político. No obstante, antes hay que desinflamar.
El segundo momento político del que antes hablaba comenzó cuando en primavera de 2014 una nueva formación política como Podemos acertó en el diagnóstico de la sociedad y canalizó gran parte del anhelo de cambio de nuestro país. Más bien como consecuencia de aquello yo acepté ser el candidato de Izquierda Unida, a la que no pocas encuestas ya solo se referían para el sepelio, y dediqué muchos esfuerzos en sumar fuerzas con Podemos. Fracasé, y tuvimos que competir electoralmente. Fue entonces cuando aprendí que esa dinámica de competencia iba a conducir a algo más que a separar votos; el daño más grande estaba en la creciente distancia emocional que se fraguaba entre las poblaciones locales, la de Podemos y la de Izquierda Unida. Reparar algunas de aquellas heridas fue tarea de muchos años, y por el camino perdimos a muchos militantes maravillosos. Hay algo antropológico en la izquierda, o en la política, que hace que sea más fácil suponer que el de al lado es un traidor que un camarada. Y quizás por eso cuando el complejo juego de relaciones sociales que es la política deriva en una lucha palaciega edulcorada con relatos de traidores y vendidos todo acaba, tarde o temprano, reducido al solitario.
Se entenderá ahora mejor mi regusto amargo ante estas elecciones. Dije al comienzo que actualmente soy un observador crítico y no un protagonista de estos eventos, pero no soy neutral ni tampoco un árbitro. No creo, por ejemplo, que la responsabilidad de haber llegado hasta aquí sea simétrica. Cada uno tenemos la nuestra, pero no es de igual peso la de todas. Tampoco creo que las candidaturas en liza en estas elecciones sean iguales ni que los muchos partidos de izquierdas sean básicamente lo mismo. Todo es bastante más complejo que eso. Cada persona porta su mochila con la experiencia vivida, y yo mismo tengo bastantes agravios acumulados. Los tengo de todos los colores. Y otras personas los tendrán respecto a mí. Con todo, sigo considerando que hay que dejarlos a un lado. El futuro de nuestro país no puede depender de las heridas que nos hemos provocado unas a otras durante todo este tiempo, aunque sean muchas y algunas nos parezcan -y probablemente lo sean- muy graves. No quiero ser moralizante, sino práctico: las vendettas internas son, sobre todo, inútiles.
Los conceptos de izquierdas y derechas fueron metáforas geográficas paridas en 1789, y son útiles cuando nos ayudan a orientarnos en la complejidad ideológica del ecosistema social. Son mucho menos útiles cuando se convierten en identidades sagradas, en fines en sí mismos, y se usan para delimitar campos de buenos y malos sobre los que intervenir políticamente. Y, como metáforas, nos enseñan que el lugar que uno ocupa depende de unas coordenadas relativas y flexibles. Yo soy de izquierdas para un votante conservador, pero probablemente sea de derechas para algún votante despistado. Cuando el foco está puesto demasiado cerca, el límite de los buenos y los malos se estrecha también y, de repente, nuestro vecino rojo no es demasiado de izquierdas. Sin embargo, cuando el foco se amplía, y nos permitimos analizar el conjunto de la sociedad, resulta que esos que nos acusábamos unos a otros de traidores estamos, en realidad, más o menos en la misma ubicación. Y de lo que trata todo esto es de que no tengamos que aprender, por la fuerza de los hechos, que los reaccionarios nos ven a todas nosotras exactamente en el mismo sitio y nos quieren meter a todas en el mismo saco.
No olvidemos que las fuerzas reaccionarias son las que más han crecido en estas elecciones europeas. El hecho de que no haya sido un avance tan grande ni tan general como se pronosticaba ha permitido a muchos medios y analistas hablar de «contención». Pero sería un error caer en la complacencia de que estamos a salvo. No es cierto. El triunfo de los reaccionarios se mide no sólo en votos sino también en su capacidad de dominar y contaminar el discurso público, llevar a la derecha conservadora a la sumisión y desmoralizar y reducir a las fuerzas progresistas. La realidad es que los elementos reaccionarios están más fuertes que nunca desde la II Guerra Mundial, y eso es suficientemente preocupante como para tomárselo muy en serio.
Quizás en algún momento del futuro próximo se abra una nueva fase, de esperanza y hechos, que cristalice en una sociedad justa y dentro de los límites biofísicos del planeta. No soy ingenuo, y sé que no es fácil. Pero es necesario, y por eso merece la pena. Lo que sí intuyo es que será imposible si las izquierdas siguen dividiéndose en mitosis e inventando excusas para no protegernos de los grandes peligros del siglo XXI. Por eso sugiero que quienes deben tomar las decisiones más importantes recurran a la bella virtud republicana de la templanza, pues la situación es grave. Y aprovecharía además para recordar que en estos momentos el interés en pasarle la factura a otro/a es inversamente proporcional al deseo de solucionar realmente los problemas.
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