En política son muchas las ocasiones en que, los que presuntamente lideran revoluciones y rebeliones, terminan frenándolas con la excusa de que hay que ir más despacio por razones tácticas. “Todavía no es el momento”, “si hacemos eso perderemos todo lo avanzado” y expresiones similares son utilizadas por quienes en lugar de empujar a los pueblos hacia su liberación usan su prestigio para contenerlos. Sin embargo, ahora quisiera escribir del caso contrario: de movimientos ingenuos y espontáneos que, sin partir de trayectoria ni organización, creen haber encontrado el atajo para llegar al paraíso. Aclaremos que no es mi objetivo combatirlos, en primer lugar porque sus intenciones son buenas y, en segundo, porque, solo son el reflejo de una sociedad. Una sociedad que se moviliza por impulsos de clicks en Internet, se ideologiza con tuits y se une mediante grupos de Whatsapp y Facebook.
Sucedió el 15M. Hastiados de partidos políticos, sindicatos y parlamentos pensaron que unidos en una plaza habían encontrado el atajo para la democracia. Los diputados o sindicalistas, fueran del signo que fueran, eran piezas (cuando no casta) de un viejo mundo que se derrumbaba. Recuerdo que las primeras movilizaciones se iniciaron pocos días antes de unas elecciones autonómicas y municipales pero nadie les prestaba atención y ganaron los de siempre. Pasaron los años y nada se derrumbó, algunos han podido comprobar que las leyes con las que se regula nuestra vida se deciden en los parlamentos; y los parlamentos los integran cargos públicos que la gente vota tras presentarse a unas elecciones. Las plazas, las asambleas y los grupos de debate en Internet poco pintan. El atajo, tan bien intencionado como ingenuo, no iba a ningún lado. Muchos se dieron cuenta y se incorporaron a la lucha. Allí vivieron en carne propia lo que tanto habían criticado: conflictos en su organización, dilemas entre el trabajo en la calle y el trabajo institucional, grupos de poder dentro del partido, visiones contrapuestas y enfrentadas según territorios, obligación de posicionarse en cuestiones concretas con alto coste político o, al contrario, estrategia electoral de ambigüedades que despertaban indignación en quienes exigían posicionamiento claro. En realidad no era nada malo, era, simplemente, lo que había antes de que ellos llegaran pero que tanto odiaban y tan ajeno consideraban. Y algunos han acabado olvidando nacionalizar eléctricas para evitar que la gente se muera de frío y concediendo desde sus ayuntamientos medallas a la virgen.
Ahora en Catalunya se ha vuelto a repetir algo similar. No nos gusta Rajoy, no queremos una monarquía, y como no hemos conseguido cambiarlo hemos descubierto un atajo: nosotros nos vamos y ahí os quedáis los españoles con Rajoy y el Borbón. Se trata de algo tan ilegal (esto podría ser incluso lo menos importante, las grandes revoluciones siempre fueron ilegales), imposible e inviable como pensar que se cambia la sociedad en la plaza de un pueblo mientras la derecha votaba a sus diputados y concejales para que hicieran las leyes. Hay una novedad, y es que hay un Gobierno, o quizás dos, a los que les interesa a corto plazo la jugada. De modo encuentran una revolución -un atajo- que, además es tan cómodo y sencillo que cuenta a su lado con un Gobierno autonómico que convoca paros laborales pagados, policías que se han convertido en buenos, televisiones autonómicas públicas que dan apoyo total a las manifestaciones. Los revolucionarios vivían con euforia la facilidad con la que se puede romper sentencias judiciales, poner rabiosa a la derecha española, ganar en el parlamento autonómico todo lo que nunca han conseguido...
Cuanto más furiosa está la derecha nacional más tiene la percepción de ir avanzando en su revolución, aunque sea liderada por quienes han aprobado recortes, reformas laborales y privatizaciones, acompañados de los mismos policías que hace unos años les reventaban ojos con pelotas de goma y sin que nadie hable de nacionalizar bancos o sectores estratégicos, subir salarios mínimos o dedicar más presupuestos a prestaciones sociales. No se han parado a pensar que cuando atacas a la serpiente pero no la aplastas, su reacción puede convertirla en mucho más peligrosa. Es verdad que las revoluciones francesa, rusa o cubana contenían una gran dosis de utopía e ingenuidad, pero allí la unidad popular era sólida, básicamente porque les unía el grito de la aristocracia nos roba, el zar nos roba o Batista nos roba. Con el grito de “España nos roba” difícilmente se puede conseguir una unidad popular.
Como sucedió en el 15M, quienes seguíamos pensando en aumentos de salarios mínimos, propiedad pública de sectores estratégicos de la economía y derechos sociales y renegábamos de liderazgos neoliberales o de misa diaria y compañeros policías, éramos unos agoreros incapaces de ver la inminente toma de La Bastilla. En el 15M éramos políticos y sindicalistas caducos que no veíamos la nueva política y ahora una casposa izquierda españolista. Mientras tanto, los recién aterrizados en la movilización política que iban a desplomar el régimen del 78 y el bipartidismo en las plazas del 15M lo vuelven a desplomar ahora en Catalunya.
Ya llevan dos desplomes del régimen del 78 mientras gobiernan los mismos, pero los fracasados siguen siendo los sindicatos que van arañando mejoras laborales y convenios colectivos y los viejos izquierdistas que siguen señalando como objetivo el pan y el trabajo.