Teorías de la conspiración: la conjura del dolor

18 de enero de 2023 22:46 h

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Si bien es difícil negar que la historia esté llena de conspiraciones, lo es mucho más afirmar que esta sea, en sí misma, una conspiración. De esta manera concluía el sociólogo Charles W. Mills en su libro ‘La élite del poder’, la obra que, en el año 1956, diseccionaba por primera vez la estructura nacional del poder norteamericano. En un complejo análisis lleno de matices, Mills distinguía tres altos círculos cuya combinación, mezcla y comunión estaba en el origen de las decisiones más importantes para los Estados Unidos, y por tanto, para el resto del mundo en aquella nueva etapa de posguerra. Dichos altos círculos hacían referencia a los directivos militares, cercanos a las empresas de armamento, a los grandes empresarios y a los dirigentes políticos. Un alto empresario que estuviera en muchos consejos de administración y que tuviera contactos con las empresas de armas detentaría probablemente mucha influencia sobre las decisiones del gobierno federal. Estos perfiles híbridos, que en España suelen comenzar su carrera profesional al adquirir una plaza de alto funcionario, como los célebres abogados del Estado, configuran la clase dominante.  

Uno de los seguidores de la escuela de Mills, William Domhoff, avanzó en este esquema de dominación a partir de su obra ‘¿Quién gobierna Estados Unidos?’ Actualizada desde 1969 hasta el año 2020 en un total de diez versiones, este trabajo amplía el estudio de Mills a otras entidades aparentemente separadas del mundo corporativo, como las más importantes universidades, las fundaciones, los ‘think tank’ y otros tipos de instituciones sin ánimo de lucro. La clase dominante se organiza y evoluciona con las décadas: esta se divide entre los ricos corporativos, la élite del poder y las redes de planificación de políticas públicas; la clave está en cómo todas las instituciones ejercen como mecanismos de cohesión y de adaptación a las cambiantes circunstancias del entorno económico y social. Más que una planificación, existe una dinámica históricamente construida. 

A partir de estos dos análisis, entre otros muchos, tenemos una aproximación de cómo se genera y se mantiene la profunda conciencia de clase de los más poderosos: la socialización de la clase dominante se prolonga en escuelas, grupos de iguales y clubes elitistas. Sin embargo, pese a estas ventajas, ni Mills ni Domhoff negaron nunca que Estados Unidos, con todos sus defectos, fuera una democracia. En ella conviven múltiples intereses que llevan a la élite a continuos enfrentamientos internos y desacuerdos -para España podemos recordar el eterno contencioso entre el constructor Florentino Pérez y el eléctrico Ignacio Sánchez Galán-; los sindicatos -otro tipo de élite en sus niveles superiores, para algunos estudiosos- han tenido una variable capacidad de interlocución en los acuerdos laborales; los movimientos sociales ejercen también influencia, así como otros grupos de la sociedad civil; además, pese al retroceso que se ha producido en las últimas décadas, son múltiples los medios de comunicación locales, comunitarios e independientes que permiten la expresión de los intereses del público, y por tanto, de la democracia. 

Estos trabajos no permiten establecer una conclusión que quepa en una sola línea. Plantean un marco de análisis y siembran muchas dudas. Y es que una cosa es la ciencia social -con sus defectos y sus aproximaciones a veces demasiado rudimentarias- y otra, la superchería. Y si la primera exige un gran esfuerzo, la segunda ofrece una respuesta rápida, sencilla y reconfortante a nuestros más urgentes desvelos. Una buena terapia psicológica suele iniciarse admitiendo sus propias limitaciones; una pseudoterapia, en competición con la primera, ha de mostrarse mucho más atrevida y categórica. Algo así sucede con las teorías de la dominación y del poder, cuya eterna y recurrente deformación es el archipiélago de las teorías de la conspiración, un nuevo opio popular digital que plantea historias fascinantes dirigidas a unas masas mareadas por el constante flujo de información malsonante y mal explicada.  

El ensayista y profesor Ignacio Ramonet ha publicado recientemente ‘La era del conspiracionismo. Trump, el culto a la mentira y el asalto al Capitolio’. Centrado en los Estados Unidos -uno de los principales emisores de gases contaminantes, pero también de todo tipo de modas y tendencias sociales a veces no muy ejemplares-, este trabajo repasa algunos de los rumores virales que más influencia han adquirido en una sociedad norteamericana que parece haber cruzado el Rubicón de la explicación conspiratoria desde la extraña victoria de Donald Trump en 2016. Las tramas de demócratas pederastas que beben sangre infantil, portadora del adenocromo, santo grial de la energía vital y de la juventud, se combinan con el ‘Pizzagate’, el papel asesino en la sombra de la política demócrata ‘Killary Clinton’; a estos delirios pueden añadirse otros, como la denuncia de una trama mundial para instalarnos un chip rastreador a través de las vacunas contra el Covid-19, los sospechosos rastros que dejan los aviones en el cielo (los ‘chemtrails’), hasta llegar a la mismísima planicie terráquea y a los reptilianos de David Icke. 

Se trata, en definitiva, de un culto a la mentira, y también a una imaginación anfetamínica, que responde a las dificultades de un mundo en constante transformación, un planeta que marcha a toda velocidad solapando innovaciones mientras se consolida en un creciente desarraigo social que prefiere ser ignorado. Con este caldo de cultivo, la impaciencia ante la desazón de un mundo difícil de comprender queda aliviada por la metadona complotista. Si no entendemos lo que pasa, es porque ‘ellos’, los que mueven los hilos, quieren que así sea...  

Progresivamente carentes de vínculos sociales profundos y enfangados en un cinismo que pretende protegernos de la recurrente decepción que las instituciones -la política, la justicia, los sindicatos, la Iglesia…- nos producen, los ciudadanos navegamos en una altamar de incertidumbre que la ficticia batalla entre medios de comunicación e ideologías no hace sino empeorar. En esta situación cercana a la anomia que ya detectara en el siglo XIX uno de los primeros sociólogos, Émile Durkheim, ciertas teorías simplificadas se combinan para ascender al rango de creencias, y para prometer un oasis al que agarrarse al final del tormentoso horizonte. Los creyentes se sienten temporalmente aliviados hasta el próximo revés, y encuentran en las redes sociales de Internet a un conjunto de próximos con más síntomas en común que tiempo para compartir sentimientos y circunstancias reales. La curva de estas dopadas creencias es exponencial, convergiendo hacia el delirio: lo que buscamos, al final, es sentirnos parte de algo, queridos, aceptados, escuchados. El alarido del converso contra la conspiración mundial es un grito de dolor y de impotencia no atendido. 

La explicación complotista o conspirativa se ha convertido en toda una institución alternativa en estos tiempos de incertidumbre radical. Muerta la religión, la fe, que mueve montañas, sigue tratando de excavar una ruta llena de pureza para explicar con la misma inmediatez de la sociedad actual una enorme y desasosegante complejidad. La conjura es uno de los nuevos ansiolíticos, que en altas dosis, produce una creciente tolerancia. A los seguidores de estas explicaciones mágicas se les exime de la costosa y pegajosa duda, y liberados de esta, promueven un nuevo populismo: los que mueven los hilos son unos cuantos malvados que, conectados internacionalmente, planean cada movimiento de lo que en el futuro será la historia de la humanidad. Resta descubrir el complot, hacerles caer, y comenzar todo de nuevo. Pero hasta entonces, sigamos conectados en las catacumbas digitales, donde el solaz del simulado apoyo mutuo nos seguirá alejando, poco a poco, de una realidad social que no nos quiere, no nos cuida y nos es cada vez más adversa.