Sólo una quimérica cesión de última hora por parte de Unidas Podemos podría permitir un acuerdo de investidura. Porque Pedro Sánchez no va a aceptar que Pablo Iglesias sea vicepresidente de su gabinete. Pero incluso si se verificara ese escenario, hoy por hoy totalmente descartable, ¿qué futuro tendría un gobierno formado por dos fuerzas que más que socios momentáneamente mal avenidos parecen enemigos irreconciliables? Porque es cierto que los pactos hacen milagros o, al menos, cambian mucho las actitudes anteriores. Pero también eso tiene un límite.
El entendimiento que hubo durante los diez meses posteriores a la moción de censura fue un espejismo. Los resultados electorales del 28 de abril lo deshicieron de un golpe. Porque el PSOE creció gracias, sobre todo, a una caída de Unidas Podemos. Y más allá de que los graves problemas internos que había venido sufriendo su organización pudieron contribuir mucho a ello, Pablo Iglesias debió concluir que la cooperación con el PSOE no era buen negocio, que no pocos de sus electores del 2016 habían vuelto a las filas socialistas de las que procedían porque la diferencia entre uno y otro partido se había difuminado. Y que eso era malo.
Para el líder de Unidas Podemos, la subida del salario mínimo a 900 euros debió de ser el ejemplo más sangrante de ese proceso. Porque nunca logró capitalizar políticamente la paternidad de esa idea. Puesto que para la mayoría de sus beneficiarios, y del público en general, lo importante fue que se hubiera aplicado y quien lo había hecho era Pedro Sánchez. Y así unas cuantas otras cosas que evidenciaban que lo de la cooperación sin más tenía sus riesgos y que había que dar un salto cualitativo en las condiciones para cualquier futuro entendimiento.
De ahí debió de venir lo de que una coalición entre los dos partidos fuera un requisitito sine qua non para apoyar la investidura de Pedro Sánchez. Este cometió el error de negarse a ello antes de que Pablo Iglesias hubiera formulado expresamente su exigencia. Pero fue decisivo. Porque el líder de Unidas Podemos debía de tener las cosas muy claras y no iba a perderse en cuestiones procedimentales.
Lo malo es que el PSOE nunca iba a aceptar un cogobierno con Unidas Podemos y menos con Pablo Iglesias como vicepresidente. Y no tanto porque eso fuera un delito en las normas socialistas, que en política se hacen cosas mucho más raras, sino porque ese gobierno era inviable. Los propósitos políticos del PSOE son demasiado distintos de los de Unidas Podemos como para acordar un programa común sin cesiones fundamentales que Pedro Sánchez no ha estado en ningún momento dispuesto a hacer, al tiempo que el partido de Pablo Iglesias ha decidido que no puede renunciar a sus planteamientos en un momento de algo bastante parecido a una crisis existencial. Una solución a la portuguesa, la de que la izquierda radical apoye al primer ministro socialista sin exigir a cambio estar en su gobierno, no figura en sus planes.
En breve, que el programa importa. Pero mucho más si la cuestión previa es quiénes van a estar en el gobierno, si va a haber coalición o solo cooperación. Porque con diferencias tan sustanciales en cuestiones tan cruciales como la política catalana, las leyes laborales, los alquileres, la reforma eléctrica, la de las pensiones e incluso la política fiscal, por decir sólo unas cuantas, ¿qué garantías tenía Pedro Sánchez de que el Pablo Iglesias y sus ministros no iban a hacer la guerra por su cuenta desde el gobierno, por vía de declaraciones críticas con sus colegas socialistas o con el propio presidente o de iniciativas que contradijeran su línea política?
La reunión entre Oriol Junqueras y Pablo Iglesias en la cárcel de Lledoners hace ahora diez meses, cuando la cooperación entre el PSOE y Unidas Podemos parecía ir viento en popa, es un precedente que ha debido estar en la cabeza de más de uno estas últimas semanas. Porque aquello fue un ejemplo claro de lo que es hacer la guerra por su cuenta. Y en el asunto más delicado de la política española y el que Pedro Sánchez tenía puestos los cinco sentidos, además.
Está claro que un gobierno de coalición es una fórmula legítima. Pero tiene sentido cuando los coaligados están de acuerdo sustancialmente no solo con las políticas que se han de hacer sino también en el análisis de la realidad del país en ese momento, de sus condiciones y posibilidades. Nada parecido a eso existe entre el PSOE y Unidas Podemos. Los socialistas no creen que este sea momento de reformas radicales, sino de pasos medidos sin alterar demasiado el statu quo con los grandes poderes económicos y de otro tipo. Para Unidas Podemos, esas ideas son poco menos que una traición. No solo a sus principios, sino sobre todo a las bases sobre las que justifica su existencia.
Pedro Sánchez debía de saber desde un primer momento que un entendimiento en esas condiciones era imposible. Por eso hizo todo lo que pudo para atraerse a Ciudadanos. Con el argumento de que no quería ser presidente con los votos de los independentistas catalanes, que es real, pero también con la vista puesta en que el partido de Albert Rivera terminara siendo su socio, de la forma que fuera, para las tareas de gobierno. No le ha salido la cosa, que tampoco era tan loca y por eso la apoya no poca gente próxima a Ciudadanos. Y ahora sólo le queda Unidas Podemos.
La única pregunta que queda pendiente es si el riesgo de sufrir un batacazo en unas segundas elecciones, y más si a estas también se presenta el grupo de Íñigo Errejón, disuadirá a Pablo Iglesias de provocar la derrota de Pedro Sánchez en la investidura. Ese peligro también afecta al PSOE. Pero es posible que no sea tan grande. La respuesta llegará en los próximos días. Con el fantasma de que la derecha vuelva a ganar aleteando de nuevo en el horizonte.