Terror el que, sin duda, sufrió la adolescente de quince años violada, según la Audiencia Provincial de Burgos, por los tres exjugadores del club de fútbol La Arandina condenados por dicho tribunal a penas de 38 años de prisión cada uno.
Terror y horror los que, sin duda, se desprenderán de la lectura de los hechos probados de la sentencia –que aún no conozco en su integridad–, teniendo en cuenta las agresiones sexuales sufridas en el entorno intimidatorio que se habría producido.
Porque, ¿cómo, si no es con el término “terror”, se definiría la situación padecida por una adolescente agredida sexualmente por tres hombres hechos y derechos –estos calificativos son un decir– en el entorno en el que, según se dice, habrían tenido lugar las agresiones?
Ahora, este terror tiene nombres y tiene condenas. Y ello, además, siguiendo aquella tesis apuntada por el Tribunal Supremo –nada extravagante, por otra parte– en la sentencia sobre 'la manada' de Pamplona, ahora asumida por la Audiencia de Burgos. Tesis según la cual, tal como se plasmó en una reveladora llamada de atención que, en el caso de 'la manada' de Pamplona, se hizo por el Tribunal Supremo, en aquel caso, los hechos enjuiciados debían haberse considerado como una pluralidad de delitos de agresión sexual y no como un delito continuado.
Eso llevaría a que cada uno de los acusados fuera considerado autor de su delito y partícipe de los delitos de los demás, si bien, dado que ninguna de las acusaciones así lo pidió entonces, las condenas fueron en aquella ocasión, en lo esencial, por delito continuado de agresión sexual. Tesis ahora aplicada, según parece por primera vez en delitos contra la libertad sexual, a los tres acusados, lo que ha supuesto que cada uno haya sido condenado como autor de su propio delito de agresión sexual –14 años de prisión– y como cooperador necesario en cada uno de los delitos cometidos por los otros dos acusados –12 años por cada delito, o sea, 24 años más–.
Las penas son realmente altas, muy altas, si bien ha de recordarse que, en este caso, el límite de cumplimiento de las mismas sería de 20 años, lo que no resultará menos impactante para la vida de cada una de estas personas. Pero se trata, en todo caso, del resultado de la estricta aplicación del Código Penal vigente en la interpretación de este tribunal.
Y ello, como resultado de un relato de hechos probados que, aunque no conozco aún, será sin duda escalofriante y revelador de una conducta de manifiesto desprecio a la libertad y a la dignidad de la víctima, máxime –pero no solo, desde luego– teniendo en cuenta su edad, en lo que constituye una situación de intimidación manifiesta y grave generada por la actuación de tres hombres en un entorno determinado, o sea, lo que en una adolescente –y en cualquier mujer– es, sin duda, terror. Y esto es, en estos casos, aplicar la norma penal con perspectiva de género y sin prejuicios sobre el comportamiento de la víctima, sino valorando el comportamiento de los acusados en un contexto claro de falta de consentimiento de la mujer.
Vergüenza la que he sentido al conocer que varios cientos de personas se han concentrado en Aranda de Duero para defender la inocencia de los condenados –lo que es legítimo, desde luego–, mostrando su crítica a las “denuncias falsas” –lo que ya no es legítimo, pues parte de prejuicios y de manipulación evidente de datos, pues tales denuncias falsas no alcanzan, según los datos oficiales del CGPJ, el 0,1% de las interpuestas por todo tipo de violencias contra la mujer–. Vergüenza la que me produce que una parte de la ciudadanía no comprenda, ni quiera hacerlo, el sufrimiento de las mujeres ante violencias de esta naturaleza. Y estupefacción la que se revela al apreciar que muchos hombres –y muchas mujeres también– todavía no han asimilado el derecho a la libertad sexual de todas las personas.
Es cierto que en los últimos tiempos las sentencias dictadas sobre delitos contra la libertad sexual han sido objeto de fuerte crítica social con expresiones contundentes en la calle. Y cierto es también que ello se ha vivido desde algunos sectores –judiciales, sin ir más lejos– como “presiones” inadmisibles. Pero, en todo caso, entiendo que tales críticas solo son la expresión de un diálogo efectivo y, espero, eficaz entre ciudadanía y justicia, aunque reivindico asimismo la imprescindible independencia del poder judicial también respecto de este poder ciudadano, lo que no debe impedir que las normas se apliquen de acuerdo con la realidad social.
Y nuevamente se imponen también otras reflexiones. De un lado, un agradecimiento social amplio a la mujer denunciante y a su coraje cívico para sostener su acusación, pese al duro proceso judicial a seguir, lo que obliga a repensar también esto. De otro lado, la necesidad de abordar con urgencia y serenidad la reforma del Código Penal, pendiente ya desde hace tiempo y cuyo análisis se habría ya realizado por la Comisión de Codificación.
Reflexión imprescindible para valorar los resultados de la aplicación de la norma hasta este momento y para, en todo caso, adecuarla convenientemente al Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica –el conocido como “Convenio de Estambul”–. Y así, de este modo, contar con una norma eficaz para perseguir –y prevenir también, sin duda– los atentados a la libertad sexual de todas las personas “de conformidad con los principios fundamentales de los derechos humanos y teniendo en cuenta la perspectiva de género en este tipo de violencia, para garantizar una investigación y un procedimiento efectivos por los delitos previstos en este convenio”, tal como dicho convenio prevé.