Terrorismo y contraproducentes alianzas antiterroristas

La cadena de atentados en Francia lleva claramente el signo del terrorismo yihadista. Su carácter altamente letal e indiscriminado es propio de Al-Qaeda y del autodenominado Estado Islámico (Daesh por sus siglas en árabe) o de cualquier otro grupo yihadista afín. Todos comparten un acentuado exhibicionismo de la violencia, que está en el ADN del terrorismo, de propaganda mediante los hechos.

Cuantas más víctimas y espectacularidad cobran sus atentados, más asegurado tienen su correspondiente eco mediático y expansión de su mensaje terrorífico. Desde esta lógica perversa, se valen de sus víctimas como un medio en la consecución de ese fin. Sus atentados buscan trascender a éstas para implantar el terror entre los supervivientes. Esto se traduce en que todo el mundo es potencialmente blanco de este tipo de terrorismo. Nadie escapa de su punto de mira. Menos aún el entorno más inmediato en el que ha surgido el terrorismo yihadista. Sus principales víctimas son las sociedades árabes e islámicas.

La letalidad y espectacularidad de los atentados en Francia vienen precedidos por otros similares en el mundo árabe-musulmán, pese a su menor eco mediático e impacto emocional en la opinión pública occidental. No se puede desvincular unos atentados de otros. Este tipo de barbarie reflejan las barbaries que a diario se cometen en buena parte de la turbulenta región de Oriente Medio y el Norte de África, en particular en las situaciones de crisis, conflictos armados y Estados fallidos.

Paradójicamente, la lucha contra el terrorismo no termina de otorgar los frutos esperados; por el contrario, en lugar de eliminar o, cuando mínimo, rebajar la amenaza terrorista, ésta se ha incrementado. Las políticas erróneas acometidas han retroalimentado este tipo de terrorismo. Como se observa en Siria, existe una tendencia a la proliferación de grupos yihadistas ante cada nuevo conflicto armado y Estado fallido. No todo valía contra el Assad. Esta lección se tenía que haber asumido desde incluso antes del 11-S. La lógica de que “el enemigo de mi enemigo, es mi amigo”, empleada en Afganistán bajo la ocupación soviética, resultó ser errónea y perversa a un mismo tiempo. No, el enemigo del enemigo no necesariamente es amigo, incluso puede ser un enemigo aún peor y cruel.

Es más, reducir la lucha contra el terrorismo sólo a su dimensión securitaria significa no comprender toda la complejidad de este problema. Sin duda, la cooperación en materia de seguridad e inteligencia es fundamental, pero insuficiente si no se acompaña también de medidas políticas, económicas, sociales e incluso educativas. Como advierten algunos analistas que están sobre el terreno o lo conocen de primera mano, la lucha contra el terrorismo yihadista no será eficaz mientras no se confronten las políticas de nuestros aliados en la región que, a su vez, retroalimentan la identidad e ideología subyacentes en el terrorismo yihadista. Cualquiera que se moleste en comparar las medidas adoptadas por Daesh en los territorios que domina con las que imperan en Arabia Saudí advertirá más similitudes que diferencias. Se podrá decir más alto, pero no más claro.