En un ejemplo clásico del si no quieres caldo, toma tres calderos a rebosar, TVE ofreció el 4 de enero un programa doble en el que el plato principal (la entrevista al rey) era sólo el insípido aperitivo antes del documental político más revelador que se ha visto en mucho tiempo en una televisión española. Un numeroso grupo de “personalidades” de la vida pública armaron con sus respuestas un retrato de su generación y de la Transición a la democracia que deja patente por qué España es lo que es ahora y por qué no va a cambiar. Hay gente con poder que no está dispuesta a que eso ocurra y, de no mediar un shock politraumático, de momento llevan las de ganar.
Se suele decir que la historia la escriben los vencedores. Por alguna razón, TVE creyó necesario recordárnoslo.
Muchas de las respuestas eran previsibles. Las hemos escuchado durante años: reconciliación, diálogo, sacrificio, convivencia... conceptos en general positivos, pero que se utilizaron durante la Transición para circunscribir el debate democrático sobre límites muy estrictos. Más allá de ese muro rodeado de alambre de espino no estaba un futuro repleto de errores, sino el pasado. No la vuelta a una dictadura más o menos modernizada, sino el abismo de la guerra civil ocurrida en los años 30.
Era en cierto modo el triunfo del discurso con el que el franquismo había legitimado su gobierno: lo que llamó los “25 años de paz”. Los españoles ya no se mataban entre ellos era el concepto que la dictadura rentabilizó de sobra. Democracia orgánica, sindicalismo vertical y otras ideas absurdas eran sólo la jerga indescifrable de los discursos. La anestesia social se producía en realidad por esa paz y todo lo demás derivaba de ella.
El que durante el franquismo esa paz tuviera su origen en la victoria (sobre la antiEspaña) y en la democracia hubiera que recurrir a la reconciliación no es una diferencia menor, pero al final se remite a lo mismo. El sistema, antes y ahora, se legitimaba porque impedía a los españoles matarse entre ellos, nos cuentan los teóricos de la Transición, en una visión de la realidad nacional que no tiene nada que envidiar a los tópicos alimentados por Prosper Mérimée y otros despistados visitantes extranjeros del siglo XIX: la sangre caliente de los españoles, la navaja en la liga y los duelos de honor. No había desarrollo económico ni evolución sociológica que podía anular el axioma. Salvad a los españoles de sí mismos o de lo contrario correrá la sangre. El Alfredo Landa que se extasiaba desde su seiscientos ante la visión de las suecas no tardaría en coger un fusil a nada que tuviera la oportunidad.
“No más guerra”, decía en el programa Luis del Olmo que decían sus padres. “Para mi generación, lo fundamental fue conseguir la reconciliación entre los hijos de los vencedores y los hijos de los vencidos”, argumentaba Juan Luis Cebrián. Lo que vendría después ya se vería.
Por cierto, no prestaron mucha atención a lo que dijo Adolfo Suárez en su célebre frase: “Elevar a la categoría política de normal lo que a nivel de calle es plenamente normal”. Pero, claro, Suárez sólo era el tecnócrata del régimen con pocas ideas y mucho valor del que se deshicieron muy pronto. La derecha lo consideraba un traidor. La izquierda lo veía como un advenedizo que le podía robar base social. El rey se hartó de que no le hiciera caso. Quizá una de las grandes aportaciones de Suárez no mencionadas para la democracia fue dejar claro al monarca que debía olvidarse de sus aspiraciones de gobernar desde el palacio.
En su autoelogio constante, la generación de la transición tenía que insistir en que era posible otra guerra civil. Por tanto, con el fin de conjurar esa amenaza era imprescindible callar ciertas cosas, renunciar a otras, en definitiva, sacrificarse. Y después de eso, ponerse la medalla.
Ahora que el país sufre una crisis económica mucho mayor que entonces –aunque sólo sea porque es más duro perder algo que has tenido que no haberlo tenido nunca–, el mensaje de los gobernantes no es muy distinto. Se pierden derechos sociales, pero resulta imprescindible en aras del sacrificio y la modernización. Fuera del muro, no hay esperanza.
Lo que llama la atención de las respuestas de los entrevistados es en lo poco que se diferencian entre sí los representantes de la derecha y la izquierda moderadas (los radicales, sean quienes sean, no estaban invitados a la fiesta de cumpleaños). Los presidentes de BBVA y Telefónica comentan orgullosos que la Transición ha sido “ejemplar”, que su generación “ha modernizado este país”, y que gracias a ello está entre los mejores del mundo. Iñaki Gabilondo tiene un mensaje para los que se quejan: “Los años de prosperidad han dado una falsa noticia sobre lo que es el futuro” a las generaciones más jóvenes. ¿Indignados? “No está pasando nada catastrófico. Está pasando la vida”, advierte Gabilondo. Y la vida exige sacrificio.
También consiste en coger la maleta y huir al extranjero para encontrar un empleo que te dé de comer, según Eduardo Punset. “Cuando hablo con los jóvenes que se van (al extranjero) un poco enfadado y tristes, les digo ¿de qué estáis tristes? En el año 59, ya se hizo eso”. Quizá tengan que alegrarse de que la maleta que arrastran esta vez no es de cartón. Y tiene ruedas.
En el colmo de la ironía, es un periodista reaccionario como Luis María Ansón el que admite que algo falla cuando “una parte sustancial de esas nuevas generaciones se manifiesta de forma indiferente a la situación política y otra parte no desdeñable se manifiesta indignada”. Podría pasar por una actualización del mito de las dos Españas: en esta ocasión tenemos la España que va al fútbol y la España que protesta en la calle.
Es cierto que en el programa personas como Josefina Molina y Lola Herrera –nada que ver con la política y el periodismo– lamentan lo que está ocurriendo: la democracia peligra porque muchos avances pueden evaporarse, dice Molina, o nadie escucha a los jóvenes aunque tengan mucho que decir, en palabras de Herrera.
Pero la impresión general es que los entrevistados no aceptan que haya un pecado original en lo que han hecho, y sólo algunos admiten unas pocas consecuencias no deseadas. Esa Constitución –que Nuria Espert llama “biblia”– hizo posible un sistema de partidos cerrado y clientelar, una estructura autonómica que se ha superpuesto a las instituciones públicas del Estado centralista anterior sin sustituirlas, y una economía ahora hundida sin reformas estructurales y en la que el Gobierno presta los servicios pertinentes a las grandes empresas.
Todo eso es producto de una determinada Constitución y una determinada forma de hacer política. Aparentemente, nada tiene que ver con lo que se hizo en la Transición.
Es inevitable poner en relación el programa televisivo con algunos llamamientos hechos en los últimos meses para forzar una acuerdo básico entre el PP y el PSOE. Con mayoría absoluta, el Gobierno no tiene muchos incentivos para ceder poder a un socio, pero no ha dejado de insistir en lo importante en que los demás partidos apoyen las grandes decisiones sobre la austeridad por patriotismo. El País clamó por un acuerdo básico en la línea del interés por el consenso que se supone a Rubalcaba, que no hay pacto al que no le haga asco.. Las palabras clave son “nuevos Pactos de la Moncloa” y se pasan a pasear de vez en cuando.
También en relación al desafío independentista de los nacionalistas catalanes, se agita la misma bandera: un consenso básico entre las dos grandes fuerzas políticas. La fuerza de los números hará el resto.
Ante cualquier crisis, la generación de la transición sólo tiene una respuesta: poner las caravanas en círculo para defenderse de los apaches que atacan. Modernización, consenso, Constitución intocable y Martín Villa en algún puesto importante.
El testamento de esa generación aspira a convertirse en la partida de nacimiento de lo que venga luego.