Andaba yo terminando de escribir sobre las razones por las que las más jóvenes ya no descubren sus pechos en playas y piscinas cuando escuché las maravillosas palabras de la cantante Eva Amaral en el festival Sonorama: “Esto es por Rocío. Por Rigoberta. Por Zahara. Por Miren. Por Bebe. Por todas nosotras. Porque nadie nos puede arrebatar la dignidad de nuestra desnudez. La dignidad de nuestra fragilidad, de nuestra fortaleza. Porque somos demasiadas. Y no podrán pasar por encima de la vida que queremos heredar. Donde no tenga miedo a decir lo que pienso. Porque hoy es el día de la revolución”. Después de explicar por qué, Amaral se quitó el corpiño de lentejuelas y cantó desnuda de cintura para arriba su famoso tema Revolución, convirtiendo el concierto en un emocionante acto reivindicativo de la libertad, también la referente al cuerpo, de las mujeres.
Los titulares y las numerosas reacciones, a favor y en contra, demuestran que enseñar las tetas sigue siendo noticiable y un tema de debate, especialmente cuando el acto de exhibición se separa del sexo y del pensamiento pornográfico y no tiene como objetivo el recreo onanista del público masculino. Esto es, cuando el desnudo de la mujer no es objeto sexual ni campo de batalla de los hombres, sino un acto sencillo que reivindica la fortaleza, fragilidad y belleza de cualquier cuerpo. No hay que buscar más intenciones en el destape de Amaral porque ella lo explicó perfectamente y la mayoría de las mujeres lo entienden, lo respetan, lo celebran, y se unen a la denuncia de episodios como el que vivió la cantante Rocío Saiz, cuando un policía la obligó a parar su actuación y cubrirse el pecho en las fiestas del Orgullo de Murcia.
Han pasado 45 años desde el destape de la actriz Susana Estrada al recoger un premio de manos de Enrique Tierno Galván, 40 años desde que Lola Flores pactara un posado robado en topless para Interviú, 35 años años desde que a la cantante Sabrina Salerno se le saliera un pecho del corpiño en un especial de Nochevieja y casi 20 del nipplegate de Janet Jackson en la Superbowl, y aún se recuerdan esos hitos en los que enseñar un pecho era un descuido, o así debía parecerlo, un accidente que no dependía de la voluntad de la dueña de la teta en cuestión sino de la (mala) suerte que celebraba con jolgorio la concurrencia. El pezón de Jackson llegó hasta los tribunales y la revista Interviú guardaba un lucrativo equilibrio entre morbo, sexualización y normalización de los senos de las mujeres. Muchos años después, enseñar los pechos, con toda la intención y ánimo reivindicativo y vital, sigue despertando controversia. Quizá más controversia porque ya no se envuelve en falso pudor ni intención sexual. Así es la teta de una madre que amamanta a su bebé en un avión, el pecho de una activista de Femen contra las agresiones sexuales, los senos de una mujer madura o enferma, las tetas que no responden a los estrictos cánones de belleza, las que van a su rollo según el ánimo de su dueña, a veces desafiantes, a veces alimenticias, casi siempre de andar por casa. En resumen, cualquier teta que no se dedique a excitar a un hombre es vista con sospecha. ¿A quién le dan miedo unas tetas cuando estamos cansados de verlas por todas partes?, se pregunta algún tuitero despistado, confundiendo pezón e intención.
El temor que despierta el pezón femenino alcanza límites enfermizos en redes sociales, censoras no solo de cualquier mujer que quiera mostrar los suyos, también de estatuas clásicas, anuncios de lactancia, portadas de discos y carteles de películas. No es el catolicismo aquí el culpable, cuyo arte sacro es propenso a mostrar pechos descubiertos y vírgenes lactantes, a veces con imágenes hoy imposibles de pinturas en las que la Virgen da de mamar a hombres hechos y derechos como San Bernardo. Facebook e Instagram, de Meta, son herederas del espíritu puritano y protestante que identifica cuerpo y pecado y que acaba convirtiendo los pezones femeninos en el símbolo de la tentación. No hay que olvidar que Estados Unidos legisló a favor de la lactancia en público siempre que la madre en cuestión no mostrara el pezón en el proceso y que una de las siete palabras que no se podían pronunciar jamás en la televisión americana era “teta”. Las siete palabras sucias eran «mierda», «mear», «follar», «coño», «chupapollas», «hijo de puta» y «teta» («shit», «piss», «fuck», «cunt», «cocksucker», «motherfucker» y «tit» en el original). Juzguen ustedes.
Solo cabe recordar una obviedad: cada par de tetas tiene una dueña, y somos nosotras las que decidimos usarlas o no como armas reivindicativas en una cultura que considera el cuerpo de la mujer como un objeto sobre el que ejercer un control. Y al que no le guste, que no mire.