¿Cuánto tiempo va a aguantar Felipe VI?
La pregunta que titula estas líneas domina el panorama político español y angustia a no pocos de sus protagonistas. Y no porque parezca inminente que el rey se pueda ver obligado a abandonar La Zarzuela. Ni mucho menos. Sino porque nadie puede garantizar que una situación de ese tipo no se vaya a plantear dentro de unos cuantos años. Y eso es terrible desde el punto de vista de la imprescindible solidez institucional. Sí, hoy por hoy nadie ni nada puede echar a Felipe VI. Pero un nuevo escándalo, sobre todo si le afecta a él mismo, puede cambiar esa situación en 24 horas.
Y a la vista de la secuencia de los últimos tiempos, no se puede asegurar que algo de eso no vaya a ocurrir. Felipe es hijo del mayor corrupto que ha habido en España desde los tiempos de Franco. Sus tropelías se vienen produciendo desde hace décadas, probablemente desde que la Transición estuvo mínimamente asentada. Lo saben bastantes personas, del poder económico y político y también no pocos periodistas, aunque ni una línea de esos asuntos viera la luz en los medios hasta hace muy poco. ¿Cómo es posible que su hijo, que convivió con él durante muchos años, que desde joven tuvo una buena formación, ignorara esos desmanes? Y lo que sería peor, ¿el heredero nunca se benefició de los fondos sin cuento que su padre iba acumulando con sus desmanes?
Sí, hace pocos años Felipe renunció a la herencia de su padre, o cuando menos a aquella parte de la misma a la que podía renunciar. Y luego, paso a paso, fue dándose de baja de alguna de las fundaciones en las que su padre había ido depositando parte de su ingente fortuna. Pero, ¿porqué no lo hizo antes? Y, ¿con esas renuncias ha logrado borrar todas las trazas de su connivencia de hecho con el enriquecimiento ilegal de su padre? ¿Queda algún resto que algún día puede salir a la luz arruinando todo el plan que se ha montado para salvar la monarquía en España?
Son preguntas demasiado graves e inquietantes como para mirar con tranquilidad el futuro institucional de España. La monarquía que fue la clave de bóveda para que este país pudiera avanzar hacia la democracia que hoy tenemos, aunque fuera un designio de Franco, es hoy su mayor debilidad. Porque este país no está preparado para asumir, sin un cataclismo de por medio, la alternativa a la misma, es decir, la república. Tienen que pasar muchas cosas para que ese cambio sea posible. Y ninguna de ellas se atisba en el horizonte. No por eso no se debería dejar de pensar en ese asunto. Porque un día puede estar encima de la mesa.
Los políticos que nos gobiernan y los que están en la oposición pueden hoy hacer muy poco para acabar con una situación tan difícil. La exigencia de explicaciones que se está formulando de distintas maneras está plenamente justificada. Pero da la impresión de que no va a tener mucho recorrido. Porque explicar lo que ha ocurrido no haría sino agravar los cargos que pesan sobre los miembros de la Casa Real y sobre quienes parece que están haciendo de todo por protegerla.
¿Cómo explicar, sin revelaciones que terminarían en los tribunales, que Hacienda haya permitido regular 8 millones de euros, y antes más de 2, a Juan Carlos sin haberle abierto antes un expediente que podría haber terminado en delito fiscal? ¿Y que los tres procesos abiertos contra el “emérito” estén bloqueados sin traza alguna de que vayan a reabrirse? Nadie puede explicar nada de eso. Ni la Casa Real ni el Gobierno. Hay cosas que no se pueden reconocer. Que hay que callar, “por interés de Estado”.
No hace falta ser adivino para intuir que una situación así no se puede prolongar indefinidamente. Que podrá durar años. Los planes de reformas cosméticas que al parecer están elaborando en La Zarzuela y en La Moncloa, pueden prolongar un tiempo ese periodo. El hecho que los tres mayores partidos del país -el PSOE, el PP y Vox- están por sostener la monarquía es un activo importante para ese empeño. La muerte del emérito, algo más que una hipótesis de trabajo a la vista de su edad, ayudaría no poco.
Pero el aplazamiento de la crisis no va a ser eterno. Antes o después, probablemente más después que antes, a menos que un nuevo escándalo haga saltar todo por los aires, España tendrá que hacer frente a esa asignatura pendiente.
¿Y mientras tanto, qué? Pues que el culebrón de Juan Carlos I seguirá minando la moral pública de los españoles, aumentando su rechazo a la política y a los políticos, abriendo más la puerta a salvadores de la patria. La pandemia y sobre todo la crisis económica pueden acelerar esos procesos.
Frente a esa realidad, potencial o ya de hecho, la política aparece cada vez más impotente. Porque la división entre los partidos, incluso entre los dos del Gobierno, parece insoluble y la crónica política es la de unos enfrentamientos cotidianos que la gente no entiende y que en la mayoría produce un hartazgo que camina hacia el rechazo. Y porque el Gobierno es demasiado débil, para empezar parlamentariamente, como para convertirse en una opción regeneradora que lanzara un mensaje de esperanza creíble a la ciudadanía. La mejor expresión del marasmo actual es que un personaje tan limitado como Isabel Díaz Ayuso sea, todos los días, una protagonista destacada de la crónica política cotidiana.
81