Vivimos tiempos desquiciados, dislocados, fracturados y ni siquiera tenemos un Hamlet cuya suerte le aboque a remediarlos. El tiempo se ha abierto y se traga en su sima la razón y la templanza. Absorbe el discurso lógico y despide vaharadas de emoción irracional. Es muy difícil romper ya la costra de esa lava rugiente que inflama más que calma y que anega el discurso cegándolo. Ni un príncipe de una lejana y podrida Dinamarca podría conseguirlo.
En los tiempos dislocados, los discursos aparentemente llenos de sentido común pero vacíos de principios y de lógica hacen fortuna. Las arengas de lo aparente, de lo que se dice evidente, de las fórmulas mágicas, firmes y decididas para problemas que no tienen ninguna solución fácil ni clara ni evidente ni inmediata son la pócima del éxito. Cierto es que tales soluciones son sometidas al nigromante demoscópico y al augur de las urnas. Y así a los complejos retos de un tiempo que apenas llegamos a comprender, tal es el misterio de todo nacimiento, se oponen ocurrencias que ni siquiera respetan la lógica de las normas que nos dimos y que aún no hemos sido capaces de transformar siquiera en otras más acordes a los tiempos.
Por eso no hay que perder pie ni olvidar de dónde viene el peligro. El mal no nos cercará con una música de percusión que nos haga sentir que se abate sobre nosotros. Su llegada será banal -Arendt, dixit- y envuelta en sonrisas y líderes hermosos que nos ofrecerán una senda sencilla, aunque todos deberíamos saber que no existe tal simplicidad. Es lo que está sucediendo por doquier. Gentes que venden pócimas ideológicas, bálsamos para el miedo de los tiempos, a ignorantes o temerarios que prefieren creer que el mundo es un lugar seguro en el que caben tales ingenuidades. El barco en el que cabe el pensamiento crítico está presto para el naufragio.
Durante décadas felices pastamos en los prados de la inevitabilidad del progreso hacia un futuro mejor. Todo futuro sería mejor. La humanidad, y nosotros con ella, escalaría cimas de progreso y felicidad sin retorno. El confort de la realidad era irreversible. No seríamos nunca ni más pobres ni más infelices ni tendríamos menos libertad de la que ya habíamos logrado. Citius. Altius. Fortius. Con la misma banalidad alegre con la que aceptamos que el cuerpo humano podría llegar cada vez más alto, avanzar más rápido o ser más fuerte sin drogas y sin ninguna ayuda exterior, aceptamos que cada vez seríamos más ricos, más felices, más libres y más iguales. La marcha atrás no solo no es un método aceptable, sino que ni siquiera era posible. La pura marcha de nuestra sociedad se había convertido en una teleología cuyo fin concreto era la felicidad perfecta. La inevitabilidad del avance perpetuo, un coma intelectual inducido en el que hemos vivido y en el que se han criado las generaciones que están llamadas a recambiarnos.
La realidad hizo estallar el mito, aunque haya todavía masas de ciudadanos que avanzan como boxeadores sonados porque estaban tan imbuidos de su esencia que no alcanzan a entender lo que ha pasado. Buscan respuestas, recambios, un camino que les devuelva ese horizonte de una vida siempre mejor.
Snyder ya formuló que, ante esta política rota, como un muñeco al que nosotros mismos le hemos arrancado los brazos o la cabeza al jugar, están surgiendo los políticos de la eternidad. Aquellos que ven la solución en la añoranza de una historia pasada, en el retorno a unos mundos mejores y perfectos, a unos estados y países, que en realidad nunca existieron. La política de la eternidad es como una hipnosis que amenaza con devolvernos a nuestras peores pesadillas, esas que ni en sueños recordamos. “El peligro al que nos enfrentamos ahora es el de pasar de la política de la inevitabilidad a la política de la eternidad, desde una república democrática ingenua y con imperfecciones a una especie de oligarquía fascista confusa y cínica”, concluye el pensador de Yale.
Perdónenme que me ponga pesada con lo que importa, pero cada vez que veo propuestas enloquecidas, ocurrencias inaceptables o proposiciones alocadas por parte de algunos que aspiran a gobernar, tiemblo. No podemos quedarnos en la anécdota. No podemos combatir exclusivamente la iniquidad de proponer acabar con principios básicos de nuestro sistema para combatir ideas políticas concretas, como es pretender reformar “la ley” para los que no han sido juzgados ni condenados pierdan sus derechos políticos o que se apliquen medidas coercitivas graves a priori de los hechos porque se sospeche que estos van a producirse, sino que tenemos que reflexionar sobre el origen de las mismas y el peligro intrínseco que conllevan.
Los totalitarismos del siglo pasado fueron reacciones a la globalización, las desigualdades reales o imaginadas, a la pobreza producida por una economía ajena a las personas y a la aparente falta de elementos de las democracias para resolver los problemas. Todos somos responsables de lo que suceda. Todos tenemos un papel para arrojar luz sobre los que quieren medrar sin importarles las tinieblas.
El patriotismo consiste no en negar los abismos sino en alumbrarlos haciendo una promesa firme de impedir que nos traguen.
Disculpen si las bodas, los chalés, los tuits descerebrados o las banderas hay días que no me importan nada. Es que, como diría Hamlet, engordo de esperanzas.