Todos los amantes de la naturaleza sentimos veneración por los árboles monumentales. Ellos representan uno de los tesoros más preciados de nuestro patrimonio natural, entre otras cosas porque son el testimonio vivo de nuestra historia. Y buena parte de esos monumentos vegetales son olivos.
En Horta de Sant Joan, una bellísima localidad tarraconense cuyos parajes sedujeron al mismísimo Picasso, se halla uno de nuestros olivos más ancianos. Y digo nuestros porque con independencia de a quien pertenezcan las fincas en las que se arraigan, esos árboles monumentales son patrimonio de la humanidad.
En un apartado rincón de este municipio de la Terra Alta, un sereno paraje mediterráneo rodeado de muros de piedra seca sobre los que cantan las alondras, se alza el que para muchos es el abuelo de todos los olivos, al que los lugareños llaman Lo Parot.
Aunque no se dispone de una datación exacta, algunos expertos afirman que este magnífico ejemplar podría llevar ahí alrededor de dos milenios. Veinte siglos acumulando sabias y dando forma a su anchuroso pié, un leño ajado que se alza de la tierra como una montaña en miniatura. ¿Imaginan todos los pasajes de la historia a los que ha asistido Lo Parot? Asusta pensarlo. Y asusta porque nos devuelve a nuestra efímera condición de humanos, nos redimensiona y hace que nos sintamos insignificantes a su lado.
Porque lo cierto es que los árboles monumentales, como los viejos olivos que crecen al sur de Tarragona, son los grandes patriarcas de este mundo. Con todo el respeto hacia quienes prefieren adorar otros símbolos, creo que es a estos patricios de la naturaleza a quien deberíamos mostrar la máxima devoción y guardar el debido respeto. Aunque solo sea porque, como dice mi admirado maestro Joaquín Araujo “ellos son las únicas criaturas capaces de coquetear con la inmortalidad”.
Sin embargo, en lugar de cuidar estas catedrales de savia y llevar allí a los niños para contarles su historia, ¿saben cuál es el principal destino que venimos dando a nuestros olivos centenarios? Venderlos, comerciar con ellos como si fueran un simple ornamento.
Ofrecérselos al mejor postor, a menudo de un país lejano. Amputarles las ramas, arrancarlos de cuajo de la tierra y amordazarlos sobre un camión para, lejos del paisaje que dibujaron durante siglos, convertirlos en atrezo de rotonda, ornamento de jardín o decorado de un centro comercial.
Para los que adoramos a estos venerables ancianos de hoja cana no existe mayor sacrilegio. Por eso permanecemos atentos al inminente estreno, el próximo 6 de mayo, de la película “El Olivo” de Icíar Bollaín, basada en uno de estos casos de profanación.
Pero antes de que las crónicas de cine se centren en valorar otros aspectos, permítanme que aproveche la ocasión para exigir que nos tomemos este tema muy en serio. Que se prohíba el mercadeo de estos símbolos de nuestro patrimonio natural y se concedan ayudas a sus propietarios para conservarlos. A ver si de una maldita vez esos traficantes de arte vivo que están espoliando nuestros campos dejan de tocarnos los olivos.
Si este apunte les ha parecido interesante les invito a firmar la campaña en contra del espolio de nuestros viejos olivos que ha puesto en marcha mi compañero y amigo Cesar Javier Palacios en Change.org.a firmar la campaña en contra del espolio de nuestros viejos olivos