La muerte “en la cama” de Juan Antonio González Pacheco, de significativo alias “Billy el Niño”, obliga a reflexionar sobre un buen número de cuestiones, por lo que, desde luego, dado el perfil del fallecido según numerosos tremendos testimonios, la tortura es una de ellas.
Es “sabido”, o creído de muy buenas fuentes, al menos, que el susodicho torturó cruelmente a muchas personas y que lo hizo, en su mayor parte en la Dictadura franquista y los primeros años posteriores a la misma. Pero ello en modo alguno significa que la tortura sea un asunto del pasado. Es más, al menos hasta demasiado recientemente, ha estado presente y ha sido un método de “investigación” de delitos, normalmente relacionados con el terrorismo, aunque no solo.
La Constitución Española, recreando la Declaración Universal de los Derechos Humanos y el homónimo Convenio Europeo, proclama que nadie puede ser sometido “a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes”. Y, al mismo tiempo, consagra la justicia y la igualdad, entre otros, como valores superiores del ordenamiento jurídico, así como el sometimiento de “los ciudadanos y los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”.
Conocemos sobradamente, y estos días hemos tenido ocasión de recordarlo una vez más, que el Reino de España ha sido condenado en varias – demasiadas – ocasiones por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos por no haber investigado denuncias de torturas y/ tratos inhumanos o degradantes y, en alguna ocasión también, por la directa comisión de tales hechos, en relación con sucesos acontecidos ya bien entrada la actual etapa política y bajo gobiernos de todo signo – bueno, de los dos signos que ha habido -. Se trata del reflejo de una situación real que pone plenamente de manifiesto la extrema gravedad de estos delitos.
Es sabido asimismo que estos delitos son de especialmente difícil persecución por la dificultad de prueba de los mismos, pues quienes están llamados a su investigación son los mismos que los habrían cometido. Pero a ello contribuye, sobre todo, el hecho de que, ante la sospecha de la comisión de torturas o tratos de similar naturaleza – sospecha inicial que, desde luego, se desplegaría por las denuncias correspondientes - el Estado, lejos de actuar con todos los mecanismos a su alcance, que no son pocos, decide blindarse y considerar que tales denuncias constituirían un ataque directo a su esencia misma. Y brindar una imagen formalmente respetuosa con los derechos fundamentales de todas las personas, si bien, en realidad, estaría obviando una actuación legalmente tasada bien distinta de la que generalmente se ha adoptado, lo que el TEDH ha apreciado en las ocasiones antedichas.
Esta actuación del Estado genera una situación en la que las garantías judiciales se reducen significativamente, ampliándose el espacio que queda al margen del control judicial, incluso – y esto es gran parte del desastre - por la propia inacción de la justicia, lo que normalmente ha ocurrido con la “siempre” inadmisible justificación de la lucha contra el terrorismo. De ahí la casi imposibilidad práctica de investigar estos delitos.
Cierto es también que una parte de la ciudadanía – no sé cuánta – no ve con malos ojos este tipo de delitos, o vuelve la mirada hacia otro lado, teniendo en cuenta que se cometen sobre personas que supuestamente irían a cometer o habrían cometido delitos tremendamente crueles. Y ello, con la eterna tramposa pregunta-duda acerca de la “legitimidad” de la tortura en relación con la evitación de gravísimos delitos – véase, al respecto, la obra de teatro “José K. torturado”, del gran periodista y pensador Javier Ortiz.
Y aquí estriba la complejidad de la cuestión. En efecto, sostener, como debe hacerse, sin paliativos, la obligación de los poderes públicos de dar un trato igual y de defender y proteger los derechos fundamentales de todas las personas, parece – y así se tacha normalmente – una ingenuidad, o sea, lo que ahora se dice “buenismo”. Pues bien, al margen de que, en general, prefiero el “buenismo” al “malismo”, lo cierto es que estoy convencida de que no es posible defender la legalidad constitucional bloqueando las denuncias de torturas ni consagrando la discriminación entre las víctimas de distintos delitos ni tratando de impedir o renunciando – excluyendo - de facto a la investigación judicial de las gravísimas actuaciones policiales denunciadas.
Y aquí están implicados todos los poderes del Estado o, al menos, el Ejecutivo y el Judicial. Porque, de hecho, uno de los derechos constitucionales es el del ejercicio de la “acción penal” - dentro del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva -, consistente en poner en conocimiento de un órgano jurisdiccional la comisión de un delito. Lo que, en reiteradas ocasiones se ha hecho en relación con el tema que nos ocupa, sin que la respuesta judicial – incluyendo aquí al Ministerio Fiscal, desde luego, - haya sido mínimamente aceptable, pues tal respuesta ha sido la inacción absoluta – TEDH dixit . A este respecto, muchos órganos judiciales – y sus titulares, desde luego – tienen mucho que reflexionar y explicar – incluido, entre ellos, el actual ministro del Interior, Grande-Marlaska -.
Y aquí estriba la extraordinaria gravedad de estos delitos: en su “comisión” por “todas” las instituciones del Estado implicadas: las unas torturan o maltratan; las otras lo ocultan e impiden su investigación e, incluso, como más de una vez ha ocurrido, denuncian por calumnias a quienes han denunciado tales delitos.
Como conclusión, por hoy, solo una: el Estado de Derecho solo puede defenderse en su integridad, en los términos dichos; otro tipo de actuaciones, como las que comento, son la causa fundamental de su deslegitimación – de todos sus poderes e instituciones - a los ojos preocupados de muchas personas. Y esto, además de ser terrible, es comprensible – que es lo peor -.