Fernando Simón se quedó sin palabras cuando en la rueda de prensa le preguntaron sobre algunos casos de demandantes de empleos que señalaban en su currículum, entre sus méritos, haber pasado el coronavirus y, por tanto, considerarse inmunizados. Hace unos días las redes sociales también se indignaron con un anuncio de oferta de empleo que establecía como condición haber pasado la enfermedad.
Es curioso que ahora nos escandalicemos con eso, cuando el propio sistema de economía privada se fundamenta en que hay una parte, el contratador, que elige a quien le da la gana y rechaza a quien considera. Es decir, la discriminación forma parte del ADN de nuestro capitalismo y de un sistema laboral en el que un excedente de trabajadores sin otro medio de subsistencia aspira a ser contratado por un empresario que tiene miles de candidatos donde elegir y escoge el que más “prestaciones” le ofrece.
Hoy se habla del uso discriminatorio que se hace de la enfermedad del coronavirus, pero hace unos meses era el colectivo transgénero el que denunciaba sus dificultades para ser contratados por lo que ellos consideraban transfobia. Y durante todo el tiempo no dejamos de escuchar las condiciones sexuales que algunos empresarios ponen a algunas mujeres para ser contratadas, condiciones que pocas veces salen a la luz y que raramente las mujeres pueden demostrar porque se hacen sin testigos. Y de todos es sabido las denuncias del colectivo gitano por sus dificultades para ser contratados.
El parche de la izquierda de la diversidad consiste en reivindicar cuotas para cada colectivo discriminado, como ya sucede con los discapacitados. Un porcentaje para los trans, otro para alguna minoría étnica, otro para una minoría religiosa, otro para emigrantes... Es decir, que compitan los que menos tienen entre ellos por un punto más en el porcentaje de puestos reservados para cada grupo.
Olvidan explicar que la gran discriminación es inherente al poder del empresario sobre el desdichado que necesita el puesto de trabajo. Discriminan a trans, a gitanos, a emigrantes, pero también a un señor con psoriasis, a uno obeso, a una mujer en edad fértil que puede quedarse embarazada, al mayor de cincuenta años porque consideran que no se adaptará a un nuevo trabajo, al que lleva tatuajes, y quizás en otros trabajos al que no los lleva... Es verdad que las discriminaciones son cuantitativa y cualitativamente diferentes, pero no por ello debemos dejar de denunciar un sistema basado de la glebarización de los trabajadores que son humillados cada vez que aspiran a un trabajo.
Cualquier abogado laboralista nos dirá que no es legal que las empresas o los particulares que vayan a contratar a un trabajador pidan un certificado sobre si se ha pasado la COVID. Pero cualquier inmunizado sabe que eso es un valor añadido y lo esgrimirá para eliminar la competencia.
No es verdad que la selección de los empresarios sea mayoritariamente basada en la cualificación laboral, el empresario recurre a todas las discriminaciones que, sobre el papel, serían ilegales pero que la oferta y la demanda convierten en cotidianas. Discrimina a la mujer, al trans, a la minoría étnica, al rebelde sindical, al poco agraciado físicamente. Y ahora hasta el sano de coronavirus porque es vulnerable. Es el mercado, amigo. ¿Lo enfrentaremos o pediremos una cuota también para los COVID negativos?