La tragedia catalana: Parlament bloqueado y jueces asalvajados

Probablemente, la eventual investidura de Puigdemont, como antes la de Sánchez o Turull, supone apostar por un Parlament que no va a legislar y un Govern que no va a gobernar, dándole continuidad a esa confrontación que mantiene a Catalunya sumida en una especie de excepcionalidad permanente. Este golpear, una y otra vez, sobre la misma herida, puede generar situaciones de ingobernabilidad que sean cada vez más insostenibles y fortalecer una visión ya generalizada de caos y esterilidad que, finalmente, alimente las posiciones del Gobierno y el engorde de Ciudadanos. Con buen criterio, Iceta, al margen del PSOE, Doménech, y hasta ciertas alas de ERC, han apostado por fórmulas intermedias para abrir respiraderos que permitan superar la rígida política de bloques.

Sin embargo, y a pesar de todo esto, nada puede justificar que la investidura de los procesados se haya vetado sin más, ni que puedan vulnerarse los derechos políticos de quienes legal y legítimamente están en condiciones de ocupar puestos de representación.

Que la ONU haya admitido la demanda de Puigdemont contra España por vulneración de sus derechos políticos como, antes, la de Jordi Sánchez por el mismo motivo, solicitando, en este caso, además, medidas cautelares, no prejuzga, por supuesto, el fondo del asunto, pero es algo de cuya relevancia sería totalmente absurdo dudar. El Comité de Derechos Humanos tiene ahora que estudiar si se han vulnerado los artículos 19, 21 y 25 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos que España ratificó hace décadas: el derecho a la libertad de expresión y el derecho a la reunión pacífica, que pueden restringirse, por ley, en aras de la seguridad nacional, y el derecho a presentarse a ocupar cargos públicos, que tiene cualquier ciudadano sin distinción. Disposiciones con las que se podría proteger la defensa pacífica de la reforma o de la ruptura del modelo constitucional, y que también recoge nuestra Constitución cuando consigna el derecho a la libertad ideológica y de expresión.

No se me escapa que estas disposiciones se refieren a particulares, de manera que si lo que sucede es que se usan las instituciones públicas representativas para romper con el orden constitucional, tales actuaciones pueden ser objeto de una persecución penal específica. El problema es que el delito de rebelión, tal como está tipificado actualmente en el Código Penal, no puede aplicarse al caso catalán, como ya han subrayado la mayor parte de los expertos que se han pronunciado sobre la materia. Por más que el juez Llarena haya retorcido la norma para apreciar violencia en la esfera psicológica interna de los procesados, contorsionando al máximo su argumentación, simplemente, no puede hacer en vía judicial lo que el Parlamento no ha querido hacer en la vía legislativa. Y lo cierto es que el supuesto de hecho del delito de rebelión no coincide con lo que los partidos independentistas y/o la Generalitat han protagonizado en torno al referéndum del 1-O o la declaración de la independencia del 27-O, menos aún, si pensamos en el caso de los Jordis. Subirse a un coche de la Guardia Civil, le pese o no al Sr. Albiol, no se parece en nada a la conducta que contempla el delito de rebelión, aunque la estrategia del Partido Popular sea la de certificar, por cualquier vía, una violencia que no hubo, articulando un relato de conexiones imposibles con barricadas, alzamientos militares y tanques callejeros.

En fin, la primera cuestión es que no está tipificado en el Código Penal el uso que de las instituciones públicas se ha hecho en Catalunya para romper con el orden constitucional y no puede verse rebelión donde solo hubo desobediencia (más allá de la posible sedición o malversación de fondos); y la segunda cuestión, es que, aunque hubiera habido rebelión, no podría utilizarse en este momento para violar los derechos políticos de quienes no están privados de ellos por sentencia judicial firme.

Si esto es así, no puede afearse al Parlament, como lo han hecho el PSC o Ciudadanos, que haya lanzado una resolución para reclamar la libertad de los presos y el derecho de Puigdemont, Sánchez y Turull a ser investidos, arguyendo que el Parlament no ha de dar instrucciones al Poder Judicial, porque lo que está sucediendo es, precisamente, lo contrario: es el Parlament y el pueblo de Catalunya allí representado el que está sufriendo una agresión judicial que no tiene precedentes. Hace unos días, Pérez Royo afirmaba que esta agresión no podía quedar sin respuesta y que el Parlament tenía la obligación de querellarse contra el juez Llarena por no permitir que los candidatos designados por su President acudieran a la sesión de investidura constitucional, estatutaria y reglamentariamente convocada. Una querella que tendría que ser examinada sucesivamente, y en caso de ser confirmada la decisión de Llarena, por el Tribunal Supremo, el Tribunal Constitucional, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos de Estrasburgo y el Comité de Derechos Humanos de la ONU.

Ya estamos acostumbrados a escuchar críticas a los jueces en boca de los partidos que ahora dicen acatar sus decisiones, en función de si tales decisiones les resultan o no favorables y acordes con el respectivo argumentario cartón-piedra que en cada ocasión contenta a sus respectivos parroquianos. Pero el problema, en estos casos, no es tanto el de la crítica como el su oportunismo, porque el respeto por las decisiones judiciales no es incompatible ni con su análisis escrupuloso ni con el cuestionamiento fundado de los procedimientos y argumentos utilizados.

En un Estado de Derecho nadie es invulnerable a la crítica, y mucho menos si los criticados son jueces a los que se les exige una exquisita independencia y una clara imparcialidad. Los jueces son institucionalmente independientes, pero no son conceptualmente autónomos. No pueden hacer o deshacer según les parezca; no son el oráculo de Delfos ni tienen ascendencia divina. Lógicamente, el Derecho, en su creación y en su aplicación, tiene un componente ideológico, y los jueces, ni son, ni pueden ser, la boca muda que pronuncia la ley; su actuación siempre es discrecional y tiene un componente parcial, pero ese componente no puede ser ni el único ni el último fundamento de una resolución, y, desde luego, no puede adolecer, en ningún caso, de signo partidario alguno. Una cosa es que la discrecionalidad judicial sea inevitable y otra, muy distinta, es que eso pueda transmutarse alegremente en pura y simple arbitrariedad.

Si a la judicialización de la política, que ha permitido al Partido Popular externalizar los mismos conflictos que provoca, se une ahora la politización de la justicia, incluso en el Tribunal Supremo, podemos dar por clausurada la separación de poderes y definitivamente amortizado nuestro Estado de Derecho.

En fin, tan peligroso es un Parlament ensimismado y bloqueado como un Poder Judicial asalvajado que desconoce la jerarquía normativa y que vulnera derechos fundamentales al amparo de argumentos claramente surrealistas y estrafalarios.