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Trampas y mentiras como pilares del edificio democrático

Juan Carlos de Borbón y Adolfo Suárez. Foto: EFE

Ruth Toledano

El ex presidente Adolfo Suárez, artífice de la Transición, cuenta en una entrevista con Victoria Prego que no sometió la monarquía a referéndum porque todos los sondeos demostraban que ganaría la república. Lo cuenta off the record, tapando el micrófono y bromeando con la periodista: le tiraba de la lengua porque le pillaba en “un momento tonto”. La cosa no queda ahí: los mandatarios extranjeros pedían ese referéndum y Suárez confiesa que los engañó. Metió la palabra Rey en la Ley de Reforma Política que aprobaron en noviembre de 1976 las Cortes aún franquistas. El adalid del proceso, convertido en mito político, cantó la verdad en 1995, aunque nos enteramos ahora. Lo hizo con esa suerte de casi traviesa satisfacción que embarga a quienes desvelan secretos sustanciales, a quienes pueden demostrar que han tenido la sartén por el mango, a quienes se sacan el as clave de la manga y te dejan con la boca abierta. Ese tono, esa sonrisa, esa levedad que son un corte de mangas también.

La España republicana -que, como confirmó Suárez, era mayoritaria hasta que él le hizo el trabajito juancarlista- sufrió, pues, en 1976 un segundo golpe de Estado: el del 36 por las armas, el del 76 por las artimañas. “El debate sobre la legitimidad de la Monarquía está hoy fuera de lugar por una razón incontestable: porque la Constitución que consagra el edificio político-jurídico de la democracia española dice en su artículo 1.3 que la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria. Ésa es su legitimación máxima, la que la Constitución aprobada por una abrumadora mayoría otorga a la Monarquía española”, defiende la periodista Prego, cuyo desparpajo legitimador resulta más que sorprendente una vez que tenemos pruebas de las trampas del proceso. Esta profesional de la obediencia es presidenta de la Asociación de la Prensa de Madrid y se ha mostrado muy preocupada por la “libertad de información” si entraban en el tablero político personas como Pablo Iglesias.

La “razón incontestable” a la que alude Prego para legitimar la monarquía es que la Constitución “dice en su artículo 1.3 que la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria”, lo cual resulta de Perogrullo una vez que sabemos cómo se decidió esa formación del Estado: lo que importa no es lo que dice la Constitución, sino cómo se llegó a que dijera lo que dice. Hoy sabemos que haciendo trampas y colando mentiras. Al pueblo español, políticamente exhausto tras cuarenta años de dictadura, resultaba fácil trampearlo. A los jefes de Gobierno extranjeros, sencillamente, se les mintió: “Yo metí la palabra Rey y la palabra monarquía en la Ley y así dije que había sido sometido a referéndum ya”, explica Suárez. “Claro”, conviene la periodista Prego, pronunciando cada letra como si hasta el mismo alfabeto le perteneciera. Y hasta hoy. A la consulta popular sobre algo tan trascendente como poner un rey donde no lo había e impedir que se restituyera una, esa sí, legítima república que había sido depuesta por golpe militar, la periodista Prego lo califica de “alegrías” que España no se podía permitir a la muerte del dictador. Así que para Prego la soberanía popular son “alegrias”, pero cuidado con Iglesias.

El presidente Suárez traicionó a España, a la democracia y a la Historia, por mucho que se nos siga queriendo vender lo que hizo como responsabilidad de Estado. La periodista Prego traicionó a su profesión (y, por tanto, también a España, a la democracia y a la Historia). El rey Juan Carlos no traicionó a nadie porque iba claramente a lo suyo y porque la monarquía es traicionera por definición (traiciona a la razón y al derecho natural), pero se pasó varias décadas haciendo el paripé de guardián de las esencias democráticas, y varios pueblos enriqueciéndose y disparando escopetas. Y así se escribe la Historia: el presidente Suárez la escribió como él quiso que fuera, la cronista del régimen de la Transición nos la escamoteó después, y hoy, tras el bombazo, el periodista Cuartango, director de El Mundo, pretende reescribirla manipulando de nuevo la verdad (al menos, la verdad de la grabación que hemos visto ahora de esa entrevista), al achacar las palabras de Suárez a un alzheimer que en 1995 faltaba mucho para que hiciera su devastadora aparición.

La conclusión que se saca es que el control de la opinión pública sobre la acción política institucional y sobre el poder de los medios debe ser exhaustivo si no queremos estar vendidas: lo estuvimos entonces y lo estamos ahora. Y la pregunta que se suscita es: ¿por qué han decidido que esto lo sepamos ahora?, ¿quién lo ha decidido?, ¿cuándo conoceremos el proceso por el que hemos llegado a saber, hoy y no antes, que la vigente corona fue, no ya pura herencia franquista, sino simple y llana componenda contraria a una voluntad popular que había sido sondeada? Ante la humillación histórica que esto significa, al menos nos queda el alivio de que el Estado español no es una república porque los franquistas lo impidieron por segunda vez, no porque las urnas se rindieran a un presunto y falaz consenso. Que no es poco, dados los resultados que, como bien sabemos, las urnas pueden llegar a escupir. Nos queda esa dignidad.

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