Mi transición

30 de junio de 2024 18:25 h

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En 2020, a los 38 años, me diagnosticaron un trastorno de espectro autista y, aunque las señales siempre habían estado ahí, fue una sorpresa para mi entorno. Para pulir mis rarezas y ocultar lo que los demás entendían que era inapropiado de mí, me había construido una máscara y un personaje que me permitía pasar por neurotípica.

En estos años, con mucha terapia, he aprendido que aquella máscara era una representación de una persona que no era yo. Yo quería ser una persona “normal”, que era lo que todo el mundo esperaba de mí, y hacía un esfuerzo tan grande por estar a la altura de las expectativas, que me causaba unas dosis inasumibles de ansiedad y algo parecido a la depresión que se llama “burnout” autista.

Cuando comprendí que no podía seguir pretendiendo ser una persona que no era, porque no hay felicidad posible en esa farsa, tuve que emprender un camino de autoconocimiento. Y fue difícil, porque yo nunca había existido antes: no sabía nada de mi misma, solo conocía un personaje forjado a base de las expectativas ajenas.

Ese camino ha estado iluminado por la experiencia de muchas personas trans que están teniendo la generosidad de compartir en redes sociales su propia transición, su propio autodescubrimiento.

Me guio entender y aprender sobre cómo otras personas que estaban pasando por un proceso increiblemente más complejo, pero semejante en su naturaleza, construían en su vida adulta una identidad propia y consciente, suya.

Y es que las personas trans están liderando un proceso que va mucho más allá de sus circunstancias particulares. Alcanza a la experiencia de todos los que hoy estamos renunciando a las identidades que nos han colocado por decreto, que no son sólo de género y son muchas. Así, de las mujeres se espera que seamos buenas chicas y esposas disciplentes, de los hombres, que sean serios y adustos, de las personas mayores, que se vayan recogiendo y se vuelvan invisibles, cada vez más frágiles y más calladas, de los jóvenes, que seamos trabajadores entregados, que nos sacrifiquemos, de todos, que seamos neurotípicos y dejemos nuestra diversidad cognitiva en un cajón.

La razón por la que está emergiendo el fenómeno de la salud mental es ésta: muchísima gente está descubriendo que también ha vivido en un personaje impuesto y quiere dejar de hacerlo. Y eso no es fácil.

Claro que, como siempre que alguien se coloca en la primera línea, las personas trans se están llevando los golpes más fuertes. Pero el odio, la caricaturización y la deshumanización que sufren en sus propias carnes van dirigidos a todas las personas que se niegan a vivir en el personaje que les imponen los demás.

Ocurrió lo mismo con el feminismo. Las mujeres que estuvieron en la esfera pública en los 2000 -desde Nevenka Fernández a Bibiana Aído o Leire Pajín- recibieron una letanía de ataques, insultos y vejaciones que eran un mensaje dirigido a todas las mujeres: aquel no era nuestro lugar.

Nos ha costado una década identificar aquel fenómeno, pero ahora tenemos una oportunidad de ser más rápidas. Las personas trans son la vanguardia de una pelea que va mucho más allá de la identidad de género. La batalla que están librando es contra la idea de que tengamos que ser lo que la sociedad, la familia o el Estado impone que seamos. Lo que está en juego es un principio liberal básico: el derecho de todos, de todas y de todes a decidir quién somos cada uno.

Y somos legión los que estamos transicionando. Y muchos más los que están por llegar.