Hace décadas que el reparto de las instituciones por cuotas de poder es un tema central en la crítica al funcionamiento, siempre necesariamente imperfecto por otra parte, de las democracias de partidos. Lo que la doctrina italiana bautizó como “lottizzazione” ha dado lugar a cientos y de cientos de páginas de constitucionalistas lamentando no solo la muerte de Montesquieu sino también el poder omnímodo de unos partidos convertidos progresivamente en maquinarias que alimentan y reproducen redes de poder. Es decir, lo que podría ser en términos jurídico-constitucionales la traducción de los “pactos juramentados entre varones” con los de que de manera tan clarividente Celia Amorós nos explica cómo funciona el patriarcado. Unos pactos entre caballeros – lo de caballeros, con frecuencia, es solo un término simbólico, no ético, que se acaba traduciendo, faltaría más, en que la paridad en las instituciones, como en el caso que nos ocupa, continúe siendo un sueño – que se vuelven más explícitos, y revelan toda su podredumbre, cuando, como ha ocurrido en estas semanas, se procede a la renovación de algún órgano de tanta relevancia para nuestro sistema como es el Tribunal Constitucional. En este caso, el nombramiento de Enrique Arnaldo ha sido el detonante de críticas, debates y mucho ruido que, me temo, pasados unos días, quedarán sepultados por el siguiente reclamo de atención que fabriquen medios de comunicación y redes sociales. Y así, el círculo vicioso de un régimen constitucional que hace aguas por las costuras que hilvanan los partidos continuará reproduciendo sus vicios y miserias.
El problema de la propuesta de Arnaldo, más allá de todas las conexiones que lo vinculan al partido proponente, y que es un factor común al de otros muchos miembros del Tribunal nombrados en las últimas décadas, es que pone de manifiesto la deriva en cuanto a los criterios de excelencia que, se supone, deberían ser los determinantes para la propuesta y designación de quienes van a componer el órgano encargado, nada más y nada menos, entre otras competencias, de controlar la constitucionalidad de las leyes. Cuando la Constitución española, en su art. 159.2, estableció la “reconocida competencia” como juristas como presupuesto de las personas que integran el TC, y así se entendió en los primeros nombramientos, se estaba pensando en una trayectoria sólida no solo en cuanto al tiempo, 15 años como mínimo, sino que también y sobre todo implicara un largo recorrido sustentado en la praxis judicial o en la investigación en el ámbito del Derecho. Todo ello, recordemos, ante la desconfianza que generaba en el 78 que fuera el propio poder judicial, heredero del franquismo, el que se ocupara de funciones tan relevantes como la garantía de la supremacía de la Constitución o la protección en última instancia de los derechos fundamentales.
La deriva que han propiciado los partidos encargados de legitimar democráticamente al órgano en cuestión nos ha llevado a que progresivamente quienes acceden al TC no sean valorados tanto por su trayectoria, en términos de excelencia jurídica, sino más bien por sus proximidades y conexiones, directas o indirectas, a las maquinarias proponentes. Bastaría con hacer un análisis del perfil de quienes ocuparon en los primeros años el órgano hoy tan devaluado y quienes en las últimas renovaciones han accedido a él. No se trata, como a veces parece deducirse del debate, de que los miembros del TC deban ser una especie de juristas asépticos desde el punto de vista político, lo cual es imposible, sino que en dicho órgano, dadas sus funciones, estén presentes distintas miradas y opciones, una pluralidad de convicciones, pero siempre desde el presupuesto de que quienes las sostienen y defienden cuentan con el aval de un prestigio ganado a golpe de trabajo serio y riguroso, y no mediante prebendas y sumisiones al partido que los propuso. Este prestigio debería ser, además, el que fuera objeto de control y evaluación en las comparecencias parlamentarias que se introdujeron en el procedimiento de nombramiento, y que en la práctica han derivado en una bochornosa puesta en escena que devalúa no solo al Tribunal Constitucional sino también al Parlamento que se torna escenario de una farsa.
Si a todo lo anterior añadimos la tendencia consolidada de usar el acceso al Tribunal Constitucional como una herramienta más de oposición política al gobierno, o los retrasos injustificados e injustificables en la resolución de asuntos de interés social y político que llevan en algún caso más de una década esperando sentencia, es fácil deducir no solo el desprestigio del órgano sino también su progresiva irrelevancia. La pérdida, en definitiva, de lo que podríamos considerar un estatus de autoridad moral, tan necesario para un Tribunal que no solo actúa como “legislador negativo” sino que también crea doctrina en torno a cómo debemos entender el contenido esencial y los límites de nuestros derechos fundamentales. Una pérdida, con la consiguiente debilidad institucional, que salpica a los máximos responsables del entuerto, o sea, unos partidos tan repletos de individuos mediocres y cortoplacistas, y que repercute en la progresiva fragilidad de un régimen, el del 78, que clama a gritos reformas del texto constitucional y, sobre todo, una revolución ética en la cultura política que a duras penas hoy lo sostiene.