Salvador Illa ya es President de la Generalitat de Catalunya. El único hecho relevante se impone sobre el esperpento que se vivió ayer en los alrededores del Parc de la Ciutadella. Se habló mucho de Josep Tarradellas, de su “ja sóc aquí” y su exhorto a evitar el ridículo pero la tocata y fuga de Carles Puigdemont se resume mejor con la frase de Estanislao Figueras: “Señores, voy a serles franco, estoy hasta los cojones de todos nosotros”. El momento en el que el expresident hizo bomba de humo y desapareció de la vista de sus escasos 3.000 fieles, del amplio dispositivo policial de los Mossos y de cientos de miles de telespectadores enganchados a su última performance fue la coda surrealista del procés. Y también el desplome de la carrera política de un hombre que ha hecho de las “jugades mestres” (legales, ilegales y alegales) una forma de vida que ha devenido en carne de meme.
Puigdemont llegó del brazo de Rull y se desvaneció con ayuda de Turull, dos políticos que fuera de Cataluña son como Al Pacino y Robert de Niro. Nadie daba crédito. El pleno de investidura comenzó con sensación de irrealidad mientras se buscaba a Puigdemont en todos los maleteros de Barcelona. Salvador Illa, extremadamente conciliador e institucional, intentó (y consiguió) mantener la normalidad y no preguntar dónde estaba la cámara oculta, lo que a primera hora del día de ayer era un trabajo de Hércules. El ya President también se refirió a Tarradellas y prometió hacer lo posible para aplicar “sin subterfugios” la ley de amnistía. En un discurso bastante breve para los estándares actuales, se comprometió a organizar una convivencia más democrática y una distribución más equitativa de la prosperidad en una Cataluña que está en España y está en Europa. El agua, el tren, la vivienda, los servicios públicos y el diálogo fueron los ejes de un discurso que ignoró discretamente el espinoso tema de la financiación territorial.
“Hay que coser Cataluña con el transporte público”, destacó Illa, y bien se podía haber quedado en lo de que hay que coser Cataluña. El roto del procés requiere hilanderos muy finos. El último daño es el golpe a la credibilidad de los Mossos d’Esquadra, un cuerpo que ha quedado seriamente tocado por la querencia de Puigdemont y Laura Borrás a tener su propia policía patriótica. Illa prometió la ampliación de la plantilla de los Mossos hasta los 22.000 efectivos en 2030. Falta hará, porque algunos caerán en esta crisis. De momento, dos detenidos por ayudar a Puigdemont a eludir (de nuevo) la acción de la justicia, soldados caídos para proteger al líder mesiánico de un partido que a veces parece secta. El ridículo cósmico tendrá consecuencias, pero serán en una nueva etapa que Cataluña necesita como el comer.
La presidencia de la Generalitat para un no nacionalista y el procés finiquitado no es un avance, es un cambio de ciclo necesario que Salvador Illa no tendrá fácil pilotar.
Mientras tanto, la derecha pierde pie en esta senda de normalidad. No cabe duda de que los más moderados preferían que Junts pactara en un futuro con Feijóo en lugar de con Sánchez y los más ultras están atrapados en el discurso racista de moda que Illa ha prometido combatir. Pero Junts lo ha apostado todo al liderazgo de un político que ha perdido el sentido de la orientación y que solo entiende un discurso basado en el enemigo exterior. Puigdemont ha dilapidado siete años de exilio en un espectáculo de “me ves, ya no me ves” que escondía un furibundo ataque a ERC, que ha decidido que la independencia pasa por independizarse del señorito de derechas. El trago más amargo para el líder de Junts es digerir que regresa el catalanismo pragmático de toda la vida.
La investidura de Illa quedará ligada en nuestra memoria colectiva a la última fuga de Puigdemont pero lo importante es que su legislatura se desprenda de todos los lastres acumulados. Mañana será otro día y nos volveremos a preguntar: ¿Cuántas vidas le quedan a Pedro Sánchez?