Ha nacido la nueva derecha. La más extrema. Y lo ha hecho, para abrir boca, tomando nada menos que la Casa Blanca. Con un discurso rancio, casposo, racista, misógino y violento. Acaudillando, nunca mejor dicho, una rebeldía bipolar que aboca a nuestro mundo a un naciente periodo de gran incertidumbre. A una nueva e incierta etapa que nos devolverá viejas tensiones que creíamos olvidadas.
Se han oído ya campanas de fiesta, de París a Budapest, de Amsterdam a Berlín, de Moscú a Gdansk. Los nuevos –y viejos– partidos xenófobos brindan, por toda Europa, celebrando la victoria de Trump y se preparan para asaltar el poder. El 8 de noviembre marcará ya para siempre una referencia para ellos, un ejemplo de país, un triunfo al que imitar. Nada más y nada menos que el cosechado por Trump en la primera potencia mundial, la democracia de Kennedy, Obama y Martín Luther King. La tierra del sueño americano y del “yes we can”.
Fascistas y populistas, exultantes.
Marine Le Pen manifestaba su alegría más rabiosa, antes incluso de que la noticia del triunfo de Trump fuera oficial: “Felicitaciones al pueblo americano, libre”. El mismo en el que hasta hace unos días, para ella, no había más que cadenas. Nigel Farage, el líder del ultranacionalista UKIP británico, saludaba “la segunda revolución de 2016”, mucho más grande, según él, que la del Brexit. El cabeza de la extrema derecha holandesa, Geert Wilders, hacía votos por una primavera patriótica para todo Occidente –ellos votan en abril– y adaptaba el eslogan de Trump a su pequeño país: “Hacemos grande de nuevo Holanda”. Mientras tanto, Frauke Petry, el anti–Merkel de Alternativa para Alemania, se proponía restituir la voz al pueblo alemán, tal y como dicen que Donald Trump se la ha devuelto a los americanos. Y qué decir del húngaro Viktor Orban, casi incrédulo ante la posibilidad de poder hermanar su muro de la vergüenza anti-refugiados a la locura de Trump de encarcelar a los mexicanos tras una frontera de cemento y cal. Por no hablar de Beppe Grillo, que ha estallado también, de forma patética, machacando a políticos, sociólogos y periodistas como responsables de todos los males de la humanidad. Un loco más en medio de un incendio de verborrea suicida que acompaña la de Salvini de Lega Nord en Italia que se prepara a un referéndum que podría llevar el país a una grave crisis institucional.
¿Culpa sólo de la austeridad? Parece que no.
¿Está justificada toda esta fiesta? Mucho me temo que sí, que está justificada. Hay, es evidente, muchas diferencias entre la política americana y la europea: por ejemplo la victoria de Trump desmiente totalmente que el fuego de los populismos lo enciendan las políticas austericidas de algunos gobiernos, porque los EEUU de Barack Obama y de la Fed han seguido en estos ocho años exactamente la línea contraria: una política de crecimiento económico en la que el paro se ha reducido al mínimo, un 4%, que parece un milagro a los ojos de la mayoría de los estados europeos.
Sin embargo, y a pesar de los grandes éxitos económicos, Obama no ha conseguido acabar con la brecha entre ricos y pobres. Y tampoco ha conseguido que el sueño americano volviera a ilusionar a un pueblo atenazado por una falta de esperanza más grave de lo que todos pensaban. Por ello, y pesar de sus éxitos, tras Obama ha llegado la revolución de Trump. Un seísmo que puede producir en Occidente lo que la revolución de Reagan provocó en los ochenta: una auténtica realineación de la política mundial. En aquel momento se alumbró la derecha liberal y el libre comercio. En este caso podríamos encontrarnos con la vuelta al conservadurismo y al chovinismo que todos pensábamos había muerto para siempre.
Para empobrecidos, para racistas, para proteccionistas…
La revolución de Trump, que para ganar las elecciones ha tenido que derrotar antes a la vieja derechona conservadora del Partido Republicano, tiene tres trazos genéticos que la hacen compatible con el espíritu de los tiempos y con los contenidos de la lucha ideológica que se está desatando en Europa. El primero es que se trata de una derecha que apela a los que se han empobrecido, a los olvidados del sistema, como los ha definido Trump en su discurso después del triunfo. Un mensaje que no está dirigido a los ricos, a los banqueros, a los magnates del petróleo, al ‘establishiment’, como en el pasado, sino que se dirige a las mismas personas y a las mismas clases sociales a las que conquistan en los suburbios de muchas ciudades europeas gentes como Le Pen en Francia, Salvini en Italia y otros muchos populistas europeos.
En segundo lugar, la nueva derecha de Trump que puede no ser xenófoba, algo discutible, es cuanto menos nativista: da prioridad a los blancos, a la casta del color, a los caucásicos que hacía mucho ya que no estaban en el centro del debate y la batalla política. Para todos los líderes neo-xenofobos europeos este mensaje es como miel para sus labios. Ya no son los únicos que denuncian la invasión de los refugiados, rehenes de sus propios destinos. Con el triunfo de Trump consideran legitimado su discurso de que esa invasión es ilegítima; ya tienen un triunfador que lo ha proclamado a los cuatro vientos y que, gracias a ello, ha vencido. La nueva derecha es nacionalista porque pone el interés americano por delante de cualquier obligación o compromiso internacional, ocurra lo que ocurra. Si a consecuencia de ello la OTAN se rompe… ¿a quién le importa? Trump se opone frontalmente a este tipo de organizaciones supranacionales y siempre ha defendido por el contrario las relaciones bilaterales entre los Estados. Este discurso cala hondo en Europa porque, en pura concepción nacionalista, se puede concebir la suma pero no la integración. Es decir, que nos podemos encontrar con situaciones en las que el nacionalismo y el proteccionismo americanos choquen con los intereses económicos de los países europeos.
y… ¿ para yihadistas?
Pero los populistas europeos no son los únicos que han celebrado como una fiesta la victoria del energúmeno de Queens. Un portavoz de ISIS ha dicho que “la victoria de Trump es una bofetada a todos los que exaltan la democracia”. Nada más y nada menos. Si echamos un vistazo a las páginas web de propaganda de este grupo terrorista, nos damos cuenta de que antes y después de su triunfo, consideran a Trump como una gran oportunidad para el planeta. Para ellos, la retórica bipolar del republicano es la ocasión perfecta para reafirmar su cosmovisión de “las fuerzas del bien contra las del mal”. Así lo ha subrayado la periodista del New York Times, Rukmini Callimachi.
En algunos casos, la victoria del millonario se ha llegado a dibujar casi como un “castigo divino”. Para muchos yihadistas, la victoria de Trump representa una confirmación de todas sus teorías. Los numerosos ataques a las minorías musulmanas que el nuevo presidente ha proclamado durante la campaña electoral se tergiversan y se proponen como el mejor indicador de la necesidad de combatir una guerra religiosa. Hay quien vaticina que la carrera del tycoon hacía la casa blanca pueda llevar a una ralentización de los ataques militares contra Isis en Iraq y en Siria en dónde el Gobierno iraquí, sólo, no puede hacer nada.
El pasado domingo, el Media Center “al–Hayat Media” publicó un artículo bajo el título de “El voto de los infieles”. Un trabajo ampliamente difundido después en Twitter y en Telegram en el cual la democracia se describe como una forma de paganismo. Según él, quién vota es un apóstata. En el texto se dice que treinta años de historia demuestran cómo no hay ninguna diferencia entre republicanos y demócratas en relación a las políticas con el Islam.
Todo dependerá de la política exterior que adopten Trump y sus asesores pero, es evidente, que populistas e ISIS pueden llegar a contarse también entre los vencedores del ya dramático 8 de noviembre de 2016.
Recuperar la credibilidad.
Frente a este negro panorama, las democracias occidentales se enfrentan a un reto que es más urgente que nunca: conseguir que en las próximas citas electorales puedan, de verdad, volver a acercarse a unos pueblos que, a día de hoy, odian a los políticos tradicionales y a todo lo que representan. Unos pueblos que deben volver a creer en ellos. Ya no hay excusas, ni tiempo, para reflexiones estériles y egoísmos absurdos. O nos ponemos las pilas para derrotar la amenaza de la extrema derecha o la pesadilla se adueñará de nuestras vetustas, deprimidas y decadentes democracias.