El flamante nuevo director de The New York Times, Joe Kahn, que tomó posesión de su nuevo cargo el pasado mes de junio ha recomendado a sus periodistas que no usen Twitter “demasiado”. Así lo explicaba en una entrevista en el diario ABC: “no queremos que la gente se tome Twitter como si representara a la audiencia, que es mucho más amplia y rica. Deberíamos estar siempre dispuestos a escuchar las críticas, pero en las redes sociales no son tan útiles y tampoco son representativas. Queremos que los periodistas sigan su misión periodística al margen de las redes”. Según Kahn, la recomendación “es un mensaje para que los periodistas se centren en lo importante. Twitter genera debates muy tóxicos y no deberíamos utilizarlo como una especie de barómetro de lo que es bueno y lo que no”.
Ya son muchos los especialistas que llaman la atención sobre la estrecha relación entre las redes sociales -y especialmente Twitter- y la ira. O más bien, la explotación de la ira como gancho para conseguir usuarios y actividad en las redes. Toda la vida existieron los cotilleos, primero en las sociedades, y después en la prensa que descubrió que las emociones disparaban las audiencias. Ahora las redes saben que los contenidos que incorporan emociones morales, y en especial la ira, generan más likes, más retuits y, por tanto, más caja. La neurocientífica estadounidense Molly Crockett, especialista en estudiar la moralidad, señala que las redes sociales son superestímulos para la indignación moral y la disparan por encima de lo que sucede en la vida real, sobre todo en Twitter.
El psiquiatra Pablo Malo, en su obra “Los peligros de la moralidad” explica que para expresar la indignación moral contra alguien, en la vida real hay que enfrentarse cara a cara con los malos o incluso llegar a la agresión física, lo que implica riesgos. Pero en el mundo digital se puede expresar la ira tecleando una frase en un momento desde la comodidad de nuestra habitación. No somos igual de beligerantes con el que nos indignamos si viaja con nosotros en el metro, que el que nos indigna cuando estamos frente al ordenador. De ahí que el umbral para expresar la ira es mucho más bajo en el mundo digital. Todos conocemos algún amigo, usuario de Twitter, que, en persona, es mucho más sereno y conciliador que en sus tuits.
Y es que, según Malo, “el diseño de una red como Twitter favorece el enfrentamiento y el conflicto”. Por eso ya va siendo habitual en Twitter impedir que los usuarios puedan responder a tus tuits, bloquear masivamente o denunciar a algunos usuarios que insultan o amenazan. Si a ello le añadimos la capacidad que tiene la red social para descontextualizar y manipular, entenderemos que el director de New York Times pida a sus periodistas que no tenga mucho en consideración Twitter.
Ingenuo, Pablo Malo plantea que los ingenieros de las redes deberían “buscar diseños que favorezcan el diálogo sin acaloramiento y la cooperación constructiva en las conversaciones y debates”.
Le llamo ingenuo por dos motivos que, creo, hacen imposible que eso suceda. En primer lugar porque, como también analiza en su libro, hemos llegado a una sociedad hipermoral donde necesitamos potenciar todos nuestros instintos y actitudes destinadas a lograr la aceptación grupal y, al mismo tiempo, la sanción contra el no aceptado. Es decir, una sociedad del postureo meritorio/castigador. Ahora comer o no carne, reciclar o no, llevar la mascota al veterinario o no, y hasta encender el aire acondicionado se ha convertido en una cuestión moral que puede provocar la sanción social. Para ir repartiendo sanciones y poniéndose medallas se necesitan las redes sociales. Y todo eso lleva incluida la ira contra el díscolo.
Por otro lado, como también afirma Molly Crockett, “en cierta manera podemos decir que las redes sociales hacen negocio con nuestra indignación moral igual que las webs de pornografía hacen negocio con nuestra sexualidad: se aprovechan de una tecla de la naturaleza humana”.
Visto lo visto, uno diría que las redes sociales, por su diseño y por su negocio, se han mostrado no solo como un obstáculo para el buen periodismo, sino también como un grave problema para la convivencia. Y no parece que ninguna autoridad esté dispuesta a ponerle el cascabel gato.