Es habitual en Twitter (casi es un lugar común como el de “la fiesta de la democracia”) que alguien diga ante un nuevo ataque absurdo contra Podemos que eso supone de forma automática otros 100.000 votos para el partido de Pablo Iglesias. Sólo hay que ver un debate televisivo y escuchar a algunos de esos autoproclamados portavoces del sistema político para llegar a la conclusión de que algo de eso hay.
Esa caja registradora de votos no es una máquina de movimiento perpetuo. Llega un momento en que ya no se puede exprimir más, al menos hasta que llegue la precampaña electoral, y faltan muchos meses para eso, y algunos políticos comiencen a ponerse nerviosos e intenten matar moscas con armas nucleares.
Culminada la primera parte de su proceso de construcción como partido, los dirigentes de Podemos han tomado dos decisiones en los últimos días, una estratégica y otra táctica. La primera tiene que ver con la aparición de algo que no es su programa económico, pero que se supone que será su embrión: la presentación, realizada con todos los honores, de la aportación de dos intelectuales con predicamento en la izquierda, que han ofrecido ideas con dos ventajas. Parecen realistas y no son tan concretas como para ofrecer flancos de crítica a los que creen que la economía es una suma de cifras, un asunto de contables, no de políticos.
La puesta en escena se produjo dos días después de que el partido recibiera una inesperada ayuda. Un artículo de uno de los principales columnistas del Financial Times confirmaba que el problema de la deuda en manos privadas es de tal calibre que es necesario pensar en propuestas nuevas por heterodoxas que parezcan a los economistas tradicionales, que son casi todos los que salen en los medios de comunicación españoles. Wolfgang Münchau no decía que Podemos tuviera razón. Sí dejaba claro que todos aquellos cuya única salida consiste en rezar para que Mario Draghi haga algo viven en el mundo de las hadas.
En el juego de las etiquetas, el abandono aparente por Podemos de posiciones maximalistas en relación a la deuda ha llevado a que muchos piensen que el partido ha puesto un pie en el terreno de la socialdemocracia. Tiene su gracia. Cuando los partidos socialdemócratas en Francia, España e Italia han aceptado las premisas de los conservadores alemanes, llega un intruso y se planta en su zona de confort. Divertido, pero no del todo real. Y las comparaciones con el programa del PSOE en la Transición no tienen sentido. El PSOE sabía que no iba a ganar las elecciones de 1977 y no tenía ninguna intención de cumplir el programa de 1982, no después de ver lo que había pasado en Francia en el primer año de gobierno de Mitterrand. Felipe llegó a La Moncloa, entregó la economía a Miguel Boyer, nacionalizó... la red eléctrica, y eso fue todo.
La definición como socialdemócratas de esas nuevas ideas de Podemos procede del viejo error de limitar el estudio de la política a lo que hacen y dicen los partidos, y no a lo que piensan y desean los votantes. En una situación límite como lo serán las próximas elecciones generales, no importa tanto lo que diga el programa sino lo que sientan y reclamen los votantes. El PSOE no ganó las elecciones de 1982 ni el PP las de 1996 porque su programa fuera muy de izquierdas o muy de derechas, sino que porque cada uno de esos partidos era 'the last man standing', la única opción disponible para los que pensaban que el país necesitaba un cambio radical tras una etapa de decadencia que había durado demasiado tiempo.
¿Habrá promesas irrealizables o ilusas ahora? Desde luego. No muy distintas a los 800.000 puestos de trabajo de Felipe o esa portada de Rajoy diciendo “arreglaremos la economía en dos años”. Está en la naturaleza de los políticos prometer lo que (saben que) no pueden cumplir.
El otro giro de Podemos es táctico y tiene que ver con su política de comunicación. Después de una exposición mediática que hubiera incinerado a cualquiera, han optado por frenar una locomotora que podía descarrilar y en la que no eran ellos los únicos que alimentaban el motor. Medir las apariciones públicas de los líderes es una estrategia de manual de cualquier partido cuando piensa no en sus votantes convencidos, sino en los que puede y necesita conseguir. Es en esos momentos cuando menos puede ser más, aunque lógicamente existe el riesgo de quedarse corto.
Es aún peor la sensación de horror al vacío si uno se desayuna todas las mañanas con ataques que vienen por varios flancos. Por mucho que los más entusiastas seguidores de Podemos crean que cada vez que habla Pedro Sánchez sube el pan y pierde más crédito, el PSOE está obligado a disparar a su izquierda y su derecha e intentar demostrar a sus votantes de 2011 que sigue existiendo, que es el único que defiende ciertos principios, sean los que sean. Esos ataques van a continuar. Es infantil pretender que tus rivales te dejen el campo libre, en especial si están ante el dilema de matar o morir.
Ahora Podemos ha optado por una solución de urgencia en la que resulta complicado entender su lógica. Convocan una gran manifestación para que salgan a la calle los que creen en su desafío al sistema político: “Podemos se identifica únicamente con la gente que salimos en los medios. Creemos que hay importantes sectores de la población que apuestan por este proyecto y queremos que haya un espacio donde puedan demostrarlo”, dijo el lunes Rafael Mayoral.
Es una apuesta arriesgada (es cierto que no habrían llegado donde están sin decisiones de este tipo) que revela que las críticas recibidas han hecho mella. Los resultados de las europeas y las últimas encuestas hacen pensar que la premisa de Mayoral en la primera frase no es del todo cierta. Sería como afirmar que Podemos ha revolucionado la política española sólo con sus dirigentes, y no con sus votantes, los de mayo y los que pueda tener ahora, según los sondeos.
Una manifestación es un chute de autoestima, pero no impresiona tanto como los millones de votos que están detrás de un 20%, 25% o 30% de intención de voto.
Salir a la calle es lo que hizo el PP en la legislatura de Zapatero en la que estaba casi noqueado. Consiguió arrastrar a muchísima gente, no los millones milagrosos que aparecían en la prensa de derechas, y no ganó con ello ni un solo voto extra. Sólo convenció a los que estaban ya convencidos.
Eso sí, en las semanas que quedan hasta el 31 de enero, se seguirá hablando de Podemos y los dirigentes del PP y el PSOE contendrán la respiración pensando en la gente que puede responder a ese llamamiento.
Lo primero iba a suceder de todas formas. Lo segundo es lo que nos dejará a todos intrigados.