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La única solución en Cataluña es el referéndum, no la estrategia del miedo

Los políticos españoles son bastante aburridos, pero todos sabemos que alcanzan cotas de contorsionismo verbal inauditas por originales en la noche de unas elecciones. Lo ocurrido tras el escrutinio de Cataluña ha puesto ese rasgo en un nivel difícil de superar. Los que decían en el PP, PSOE y Ciudadanos que estos comicios no eran, no podían ser, un plebiscito sostienen ahora que los independentistas han perdido el plebiscito. Los nacionalistas que definían como unos traidores a CSQEP (¿me he equivocado con el peor nombre imaginado nunca para una candidatura?) o Unió ahora se apresuran a sumar a sus votantes al bloque del sí o, como hace el diario Ara en su portada, a situarlos en el grupo del “Sí/No”.

Sumar votos y escaños es la tarea lógica tras unas elecciones. Con ellos se forman gobiernos. Pero si la crisis ocasionada por la separación de Cataluña y España se queda en esa suma de bloques y porcentajes, demostraremos la misma ceguera que ha caracterizado a Rajoy y el PP.

La altísima participación en los comicios ha desbaratado la viga maestra sobre la que se sustentaban la mayoría de los análisis de la prensa de Madrid desde los años 80 sobre el poder de los nacionalistas catalanes en las autonómicas. Se afirmaba que su predominio político se basaba en el abstencionismo de una parte de los votantes naturales del PSC y el PP en esas citas en las urnas, que no se producía en unas generales. La cita del 27S terminó siendo contemplada desde Madrid también como un plebiscito, porque todo se iba a decidir en ellas. La apuesta por el frentismo fue extrema por ambos lados y la movilización, máxima. Las urnas estuvieron a la altura de tal expectación y ofrecieron una victoria clara a Junts pel Sí, que puede ser absoluta si recibe el apoyo de la CUP, en un proyecto netamente independentista.

Al igual que en Euskadi en 2001, la invocación al ahora o nunca ofreció dosis inmensas de drama y el mismo resultado que antes. Esta vez, la diferencia es mayor. JpS le ha sacado 37 escaños al segundo partido, Ciudadanos. Y no se trataba sólo de elegir al partido que gobierne. Los nacionalistas catalanes de ahora no son los de los 80 ni los de los 90. No quieren más inversiones en educación, sanidad o infraestructuras. Exigen el divorcio. Era una reivindicación minoritaria hace 10, 20 o 30 años. Ahora no lo es.

La comparación de los votos y escaños de JpS con los que sacó hace años CiU o la suma de CiU y ERC tampoco tiene mucho sentido. Sí denota cómo el proyecto independentista ha desdibujado al partido de Artur Mas convirtiéndole en la pieza, quizá la más importante, de algo mucho mayor y que ya no controla por completo. El nacionalismo ya no es desde hace tiempo patrimonio exclusivo del partido de Pujol y Mas. Y la alianza de CDC y ERC ahuyenta a votantes, quizá de este último partido, que encuentran acomodo en otro igualmente independentista, la CUP.

Negar todo esto es negar la realidad y la política que se hace sobre ese supuesto tiene fecha de caducidad. Las apariencias se pueden sostener durante un tiempo, años incluso, pero no para siempre. La ley es un recurso potente con el que mantenerse, pero puede operar en ambos sentidos. Los independentistas podrían servirse de ella si se decidieran a quemar a algunas de sus figuras políticas para que fueran procesadas e inhabilitadas desde Madrid. Nos podemos imaginar el impacto que tendría esa medida en Cataluña en futuras contiendas electorales.

Los votos de JpS y la CUP no han alcanzado ni superado el 50%. Se han quedado muy cerca, en el 48%. La alta participación elimina cualquier apelación a la fantasmal “mayoría silenciosa” con la que fundamentar el frente del no. Si es verdad, como titula El Mundo que “el independentismo no convence a la mitad de los votantes catalanes”, también se puede decir lo contrario. La idea de formar parte de una comunidad junto al resto de los españoles, con los derechos y obligaciones subsiguientes, no convence a la otra mitad de los ciudadanos de Cataluña.

Si España, como Estado y comunidad de ciudadanos, sólo puede ofrecer a los catalanes el no, el no a España en Cataluña continuará creciendo hasta ser mayoritario en toda medición que se utilice. Tardará más tiempo de lo que creen Mas o Junqueras, pero llegará ese momento. Hasta los medios de Madrid han ofrecido múltiples testimonios de catalanes que no pueden ser definidos como nacionalistas, pero que apuestan por la separación. No ha sucedido ese fenómeno por el discurso típicamente nacionalista de sus líderes, sino por la respuesta que creen haber percibido en las instituciones españolas.

Quizá esa respuesta sea diferente a partir de las elecciones de diciembre. Nadie puede estar seguro de eso. Lo que sí está bastante claro es que cualquier idea de cambios profundos en el sistema político español será imposible sin Cataluña. La idea de que su independencia provocará tal shock en España que hará posible reformas estructurales ahora impensables es un cuento de hadas. Lo más probable es que ocurra lo contrario.

Por tanto, hay un margen para la duda y la esperanza que durará unos meses, quizá un año. A partir de ahí, la confrontación será completa y llevará ventaja aquel que tenga un proyecto nuevo, ilusionante y distinto. El bando de más lo mismo lo tendrá muy complicado.

Los independentistas necesitan un referéndum. Los que quieren seguir contando con los catalanes en la construcción de este país, también. No se puede mantener recluidos en una especie de prisión a los ciudadanos de una comunidad. Se puede hacer con una cierta facilidad en las dictaduras durante años y décadas, no en una democracia, en la que las leyes, por definición, no son sagradas, porque siempre se pueden cambiar en el Parlamento. Es un referéndum que se puede ganar en favor de la permanencia de Cataluña en España sin apelaciones al pasado y sí con una propuesta convincente para el futuro, y que la actual correlación de fuerzas en el Parlamento y en la calle ha convertido en imprescindible.

Eso que algunos llaman el pacto constitucional se ha hecho pedazos en Cataluña y no se va a poder recomponer juntando las piezas que han caído al suelo. La estrategia del miedo ha fracasado allí. Es hora de encontrar sentimientos más positivos y que cuenten con el apoyo expreso de los ciudadanos de esa comunidad.