Para salir de la pocilga en la que algunos han convertido los debates políticos y mediáticos lo primero que necesitamos es caracterizar bien de qué estamos hablando. Desde los tiempos de Confucio sabemos: “Si los nombres no son correctos, las palabras no se ajustarán a lo que representan y el pueblo no sabrá cómo obrar”
Se habla de polarización cuando en realidad se trata de crispación pura y dura, inducida, provocada y alimentada por las derechas y sus voceros mediáticos. No solo no son sinónimos, sino que la crispación, construida sobre la polarización emocional, es utilizada por las derechas para eludir el debate sobre políticas que expresan la polarización ideológica -palabra noble donde las haya- respecto a los retos y las políticas para abordarlos.
En la sociedad existe legítima polarización política e ideológica entre quienes defendemos que el derecho universal a la educación, a la salud, a un techo donde vivir o a una vida digna en situaciones de dependencia deben ser prioridades de las políticas públicas y quienes, por el contrario, consideran que se trata de bienes privados sometidos a las reglas del mercado a los que se accede en función de las capacidades económicas de cada cual. Entre quienes creemos que las políticas públicas, incluidas las fiscales, sirven para reducir desigualdades y quienes no tienen ningún pudor en ponerlas al servicio de su objetivo, confesado, de mantener, reproducir y aumentar las desigualdades y brechas sociales de todo tipo.
Existe polarización entre quienes propugnan que las relaciones laborales deben regirse por la lógica de la desregulación y quienes defendemos el carácter tuitivo y protector del derecho del trabajo. Entre quienes consideran que condiciones de trabajo, salarios dignos y políticas de sostenibilidad ambiental son obstáculos a la competitividad y quienes han demostrado, con las políticas del gobierno de coalición, que ambas pueden y deben ir de la mano.
Existe polarización entre quienes consideramos que, a pesar de los avances, las relaciones de poder patriarcal continúan maltratando -en ocasiones de manera literal- a las mujeres y aquellos que niegan esta insufrible realidad.
Existe polarización entre quienes defendemos que en una sociedad laica los espacios íntimos de las religiones -de todas sin exclusión- no deben irrumpir y ocupar los espacios públicos y quienes creen legítimo colonizar nuestras mentes, emociones e instituciones con sus ideas religiosas.
La polarización política no excluye ni la complejidad de los retos que debemos afrontar, ni la dificultad de construir alternativas, ni mucho menos la necesidad de llegar a acuerdos. Las sociedades democráticas requieren de amplios pactos que garanticen la convivencia de los diferentes intereses en juego. Porque los “intereses generales”, concepto del que tanto se abusa, son el lugar de encuentro, vía pactos, de los intereses sociales en conflicto.
Algunos de los que dan a la polarización ideológica un significado negativo, en realidad están reivindicando la indistinción política de los añorados años del Consenso de Washington, que tanto contribuyó a generar el clima de desafección democrática de principios de siglo. La polarización de ideas y de políticas no debilita, sino que refuerza la democracia.
Lo que hoy sufrimos no es polarización, sino una estrategia de las derechas políticas y mediáticas para hacer de la crispación el caldo de cultivo propicio para sus intereses. Por supuesto, las actitudes energúmenas no se sitúan solo en un margen de la ría, pero me parece evidente que la responsabilidad política de la crispación se sitúa en la margen derecha. Por eso me sorprende, apena y preocupa que algunos sectores de las izquierdas hayan caído en esta trampa.
Hay importantes razones democráticas, sociales e incluso partidistas para entender que en este terreno las fuerzas progresistas siempre tienen las de perder.
La democracia es sobre todo la manera en la que los contemporáneos intentamos civilizar unas relaciones de poder desequilibradas que generan un capitalismo salvaje, en términos sociales y ambientales, y un patriarcado deshumanizador. Por supuesto que la democracia no es un patrimonio exclusivo de las izquierdas, pero hace tiempo que la derecha conservadora, incluso las fuerzas socialcristianas, han cedido ante el avance de unas concepciones reaccionarias para las que la democracia parece ser prescindible. Tenemos ejemplos en todo el mundo de rabiosa actualidad. Por eso las fuerzas de izquierda, progresistas y liberales, me atrevo a decir, deben cuidar, mimar la democracia.
Hay también poderosas razones sociales para evitar la pocilga. Los sectores de la sociedad que más necesitan de la democracia y la política son aquellos a los que el poder puro y duro de los mercados les aboca a una posición de subalternidad económica y social. Si la democracia se deteriora, quienes más tienen que perder son aquellas personas que más necesitan del estado democrático y de la política. Precisamente aquellas a las que las fuerzas de izquierda y progresistas pretenden representar.
Por último, hay incluso razones partidistas para evitar la pocilga. El uso de la crispación por la derecha, cuando está en la oposición, no es nuevo. Lo viene utilizando, al menos, desde la época en que Aznar se hizo con las riendas del Partido Popular. Con ello consiguen que el ruido y el barro impida debatir sobre las alternativas económicas, fiscales, sociales o ambientales diferentes a las que ellos vienen calificando como el único camino, la única alternativa.
En la pocilga es imposible destacar los logros de las políticas económicas y sociales del gobierno de coalición. Para muestra un botón, la evolución económica y del empleo está ausente desde hace meses de las sesiones de control al gobierno por parte de la oposición. Prefieren la mierda de la pocilga.
Las razones democráticas, sociales y partidarias para evitar la pocilga son tan evidentes que me cuesta entender los motivos por los que en la Moncloa alguien ha pensado que podía ser una buena idea entrar en este terreno de juego. Espero que se trate solo de un error de percepción. No quisiera pensar que alguien ya ha dado por perdida la legislatura en términos de transformación social y opta por confrontar en el terreno de la crispación y no de la polarización ideológica y política.
Si se quiere dar continuidad a las políticas del gobierno de coalición, urge salir corriendo -aunque no huyendo- de la pocilga. No será ni fácil ni rápido. Ya hemos comprobado que la división mediática Brunete no tiene límites, porque tiene intereses económicos y políticos a defender, en su estrategia de crispación a toda costa.
Pero no queda otra que apuntarse a la respuesta de los hechos y las políticas. A cada manipulación responder con un dato, a cada mentira con dos datos y a cada insulto con una avalancha de datos.
No soy tan ingenuo como para confiar en esa optimista idea de “dato mata relato”. En una sociedad sometida a la fuerte influencia de las burbujas mediáticas y en las que la política institucional ha alcanzado unos niveles tan histriónicos de teatralización la pocilga tiene sus atractivos. Pero en ella las izquierdas tienen todas las de perder, en términos sociales y partidistas. Y en términos democráticos, toda la sociedad.