Cualquier sistema, hasta el más limpio, tiene desagües y cañerías por donde se cuelan las vergüenzas. El español está especialmente atascado y sucio. Entre tanta oscuridad, brillan más aún los vigilantes de esos agujeros negros, aquellos que no se resignan, que remueven el lodo y se arriesgan pese a que nadie sabrá de ellos ni los citará la Wikipedia. Estos héroes también dudan, temen, se debaten y acaban por arriesgar su nombre o su trabajo a cambio de poner fin al hartazgo de ver de cerca una corriente negligente o corrupta.
A veces con su ejemplo nos incomodan y les buscamos un pliegue profundo en sus motivaciones: será por venganza, interés propio o adrenalina. A veces nos inspiran para hacer algo y dejar aparcada la coartada de no hacer nada por no poder hacer mucho. A esta especie de ciudadano no le van los pactos de caballeros. Cuando sus nietos estudien la guerra siria, la agonía del Estado del bienestar o los abusos del sistema no tendrán que silbar, ni cambiar de tema.
Es una subespecie que siente algo por quienes comparten con ellos el mismo mundo en el mismo tiempo. Como un amor propio conjugado con un amor a los desconocidos. Entre este grupo de valientes están dos mujeres de la ciudad siria de Raqqa. Se metieron una cámara oculta debajo del burka para enseñar al mundo, bajo amenaza de muerte a pedradas, qué significa vivir bajo el cepo del Estado Islámico. La mayoría de la humanidad ni siquiera ha oído hablar de ellas ni de su vídeo.
También están los médicos españoles que, además de hacer en su día el juramento hipocrático, lo han blandido en la cara de los gestores políticos: “Juro por Apolo, médico, por Asclepio, y por Higía y Panacea, y por todos los dioses y diosas del Olimpo (...) que seguiré el método de tratamiento que, según mi capacidad y juicio, me parezca mejor para beneficio de mi paciente”. Entre ellos, el doctor José Abelairas, que lleva un año pidiendo que le quiten a su hospital público un certificado de excelencia después de que los recortes lo hayan dejado en la carcasa. Lo han cesado.
Los 500.000 enfermos de hepatitis C de España no sabrían reconocer ni cara ni nombre del grupo de activistas que cambió sus vidas a mejor. A esta cuadrilla les dio por soñar en 2014 que, en lugar de la terapia barata y agresiva para el virus crónico, el Estado les iba a recetar el mejor tratamiento. Estos locos gritaron y se encerraron mientras los mirábamos por la tele. Al final Rajoy claudicó y decidió salvar de la muerte y el zarpazo de los efectos secundarios a miles de personas. Por el camino, los pioneros se dejaron los años, el anonimato y en algunos casos el empleo.
A Javier, que dio un tijeretazo a la telaraña de Ausbanc en 2006, lo llamaron paranoico y kamikaze. Se negó a regalar 300.000 euros de su negocio cada año. Acabó condenado a pagar a Luis Pineda por llamarle “estafador”, hoy en la cárcel acusado de ídem. Diez años y varios embargos después, Javier ha ganado al sistema y ha colaborado, con sus denuncias, a encender la luz de las cloacas, donde se celebraban fiestas en las que pagaban todos.
Sería ingenuo pensar en una sociedad que funcione solo con un puñado de buenas voluntades. También sería inocente pensar que, sin una ciudadanía activa y crítica, esto va a funcionar solo. No podemos exigir a los héroes que lo sean para que nos salven siempre. Pero cuando aparecen hay que hacerles más jarana y homenajes. Citarlos para que existan. Al menos, quedarnos con su nombre y decirles, desde el confort de la distancia, “muchas gracias”.