¿Tiene sentido hacer unas elecciones cuando la mayoría de los ciudadanos está harta de los políticos, de la política misma, tal y como hoy se le ofrece en España? Seguramente no. Y no solo porque su resultado previsible, escaño arriba, escaño abajo, no va a cambiar esa situación desastrosa, que no parece tener solución. Sino también porque la distancia entre los partidos y la gente, incluso la que hasta hace poco estaba politizada o muy politizada, va a crecer más. Y un país que tenga ese problema está expuesto a toda suerte de riesgos, incluso los más catastróficos.
Ninguno de los principales dirigentes políticos manifiesta en sus expresiones públicas la mínima preocupación por ese estado de cosas. Van a lo suyo, que es cada vez más pequeño y hasta mezquino. Lo que la ciudadanía pueda pensar de ellos les es cada vez más ajeno y distante. Sólo les preocupa infligir un golpe al rival de turno. En general, poca cosa. Porque ninguno da la talla para maniobras de altura y, a lo más, sirven para el regate en corto. Y porque las ideas se han alejado de la política. Arrumbadas por la crisis y por la aparición, casi de sopetón, de nuevos fenómenos y tendencias económicas y sociales, a los que los partidos, los de antes y los más recientes, no saben qué decir. Eso en el supuesto de que los hayan percibido.
Encerrada en una habitación sin vistas al exterior, la política se consume en una diatriba estéril desde el punto de vista de los intereses generales, de las cuestiones que verdaderamente acucian a la mayoría. Por ejemplo, desde hace ya meses el fantasma de una nueva crisis económica atribula a la ciudadanía. Porque, aunque sea de pasada, se habla de ello en los medios de comunicación. Y la población tiene demasiado presente el recuerdo del desastre del 2008 y los años posteriores como para no asustarse por esos rumores.
Pues bien, ningún partido, ni de izquierda ni de derechas, ha tenido a bien olvidar por un momento sus cuitas y tratar de explicar a los ciudadanos lo que realmente está ocurriendo en el mundo y en España, los peligros que se corren y las posibilidades de evitarlos. El Gobierno no deja de decir que lo está haciendo muy bien, que el PIB crece y que el paro baja, y sus rivales de derechas no paran de sacar estadísticas, reales o forzadas, para tratar de demostrar lo contrario. Unidas Podemos evita polemizar al respecto.
Tres cuartas partes de lo mismo con la crisis catalana. Pedro Sánchez enarbola como una enseña de victoria que el asunto haya caído en los índices de preocupación ciudadana. Y ahí se queda. Cataluña está ausente del debate político desde hace demasiado tiempo. Únicamente Albert Rivera se despacha con el mismo de vez en cuando, como este miércoles, pero solo para exigir que se aplique de inmediato el artículo 155, una exigencia que se aleja cada vez de la realidad. Como el partido que él dirige, un ejemplo descollante del autismo en el que están cayendo los políticos.
Pero silenciar la crisis catalana es una manera de despreciar la sensibilidad de muchos ciudadanos. De todos los catalanes, de los independentistas, de los que están en contra de ellos y de los de en medio, que también los hay. Y de esos muchos habitantes de otras regiones que creen que el asunto es grave y que amenaza al futuro de todos. Que los políticos de Madrid miren para otro lado no los tranquiliza sino todo lo contrario.
No acaba ahí la lista de cuestiones que los partidos no atienden si no es de manera retórica y ocasional. Pero a nadie en el seno de los mismos parece importarle. La batalla por el poder es para ellos demasiado importante como para perder el tiempo en otras disquisiciones.
En otras circunstancias, las que se dan en momentos de cambio histórico o de ciclo o en medio de un terremoto político, esa actitud sería comprensible. Pero lo que está pasando en España desde hace ya unos años, y sobre todo en los últimos meses, no es nada de eso. Aquí de lo que se trata es de formar un gobierno tras unas elecciones que no han dado una mayoría suficiente para ello. Y de articular un acuerdo entre las dos fuerzas de izquierda que deberían ser la base de la misma. Como ha ocurrido muchas veces en la Europa de las últimas décadas sin que nadie se asustara por ello.
Aquí tampoco debería ser tan difícil. Sobre todo teniendo en cuenta que desde un principio tanto el PSOE como Unidas Podemos se mostraron dispuestos a llegar a un entendimiento. ¿Por qué se ha complicado tanto? Porque ninguno de los dos partidos ha estado a la altura del reto, tampoco tan dramático, que ello suponía. Y se han enzarzado en una guerra de declaraciones y de añagazas propias de una campaña electoral, en lugar de negociar como tenían que haber hecho desde un principio. Hasta llegar, como el que no quiere la cosa, a la ruptura. Esa actitud ha cubierto de gloria a ambos. Que cada cual decida quién tiene más culpa del desastre al que tanta incapacidad y mediocridad han llevado.
Y ahora el que más o el que menos empieza a temer que su fracaso tenga consecuencias. Que muchos de sus electores les den la espalda y que un crecimiento de la abstención abra las puertas del gobierno a la derecha. Lo primero es muy posible, ya lo anuncian algunos sondeos, aunque no el del CIS. Lo segundo es mucho más difícil. Primero, porque lo de la unidad electoral de la derecha está mucho más lejos de lo que Pablo Casado querría. Segundo, porque la derecha sigue afectada por un grave problema de descrédito. No sólo porque la corrupción siga viva en el PP, porque Ciudadanos se haya quedado sin rumbo o porque Vox se haya apagado. Sino porque sus líderes carecen absolutamente de ideas que puedan movilizar al electorado. Y no las van a inventar en unas pocas semanas.
Sí, millones de ciudadanos acudirán a las urnas, a no ser que un milagro de última hora les exima de ese compromiso. La gente tiende a votar, es algo que gusta, es ya una costumbre a la que no es fácil sustraerse. Pero pocos lo harán con entusiasmo. Opten por la izquierda o por la derecha. Porque hay que ser muy fan para que estos políticos te entusiasmen. Lo normal, y cada vez más, en sentirse muy lejos de ellos.