“Los prejuicios culturales pueden tener mucha más fuerza y capacidad de resistencia que las normas jurídicas”, escribe Annette Gordon-Reed, Professor of American Legal History at Harvard Law School, en un ensayo publicado en la New York Review of Books (febrero 8-21, 2018), sobre el libro de Hillary Rodham Clinton, What Happened, que lleva por título Female Trouble.
Ilustra esta afirmación con dos ejemplos extraídos del momento fundacional de los Estados Unidos, que todavía siguen gravitando sobre el sistema político y el ordenamiento constitucional del país. Dos prejuicios culturales relativos a la definición de los requisitos para poder ser presidente de los Estados Unidos.
Los requisitos establecidos en la Constitución son tres: haber nacido como ciudadano de los Estados Unidos, tener al menos 35 años y haber residido en los Estados Unidos durante catorce años.
A los padres fundadores, dice la profesora Gordon-Reed, no se les pasó por la cabeza incluir en la Constitución dos requisitos, que, sin embargo, eran mucho más importantes que los que incluyeron. El presidente tenía que ser varón y blanco.
“Nunca se le pasó por la cabeza a los hombres que escribieron la Constitución que tenían que especificar que la persona a la cabeza del gobierno de los Estados Unidos –y el símbolo de la nación– tenía que ser blanco… Tampoco se les ocurrió que tenían que declarar explícitamente que el presidente tenía que ser un hombre”. Que el presidente de los Estados Unidos pudiera ser un hombre negro o una mujer era, sencillamente, impensable. La doble condición, de género y de raza, del presidente tenía la fuerza que tienen los prejuicios culturales.
Ese doble prejuicio se ha mantenido intacto hasta fecha muy reciente. Han tenido que pasar más de dos siglos para que empezara a pensarse que podía ser puesto en cuestión. Y lo llamativo, añade la profesora Gordon-Reed, es que el prejuicio respecto al género ha sido más poderoso que el prejuicio respecto a la raza. En 2008, en las primarias del Partido Demócrata, entre dos candidatos excepcionalmente bien preparados, pero en el que la trayectoria de la mujer blanca era muy superior a la del varón negro, los ciudadanos prefirieron al varón. En 2016, entre una mujer excepcionalmente bien preparada y un varón que todo el mundo considera que carece de cualquier calificación para ser presidente de los Estados Unidos, el Colegio Electoral ha acabado optando por el varón.
Leí el ensayo de la profesora Gordon-Reed el 5 de marzo, tres días antes de asistir en Sevilla a la misma manifestación que se multiplicó por toda España. Lo tuve presente durante las casi tres horas que necesitamos para recorrer algo menos de un kilómetro y lo he tenido todavía más presente después. Por eso, entre otras razones, me he decidido a compartirlo con los lectores de eldiario.es.
El prejuicio de género es el más poderoso de todos los prejuicios. Y lo es, porque es el más insidioso, el que llama menos la atención y es más difícil de detectar. Y porque es además el prejuicio más nocivo, el que provoca la discriminación más universal y más peligrosa.
El prejuicio de género vacía de contenido, no totalmente, pero sí de manera muy significativa el principio de igualdad y, como consecuencia de ello, también el de libertad personal y el de seguridad.
Montesquieu definió la libertad como “la sensación que cada uno tiene de su propia seguridad”. Cada palabra de la definición vale su peso en oro. Para ser libre hace falta más que seguridad. Hay que tener sensación de seguridad, hay que sentirse seguros. Si alguien no se siente seguro, no es libre.
No hay en el mundo un agente de producción de inseguridad, de sensación de inseguridad, mayor que el prejuicio de género. Doy por supuesto que el lector de eldiario.es no necesita argumentación adicional sobre este extremo. La sensación de inseguridad condiciona casi hasta anular la libertad personal y reduce de manera muy significativa el alcance del principio de igualdad.
El 8 de marzo ha sido muy importante. Por eso Mariano Rajoy y Albert Rivera han tenido que reaccionar de la forma en que lo han hecho. Pero nadie debe llamarse a engaño. El prejuicio es algo menos poderoso, pero lo sigue siendo mucho. Es más, el camino que queda por recorrer, del que se ha recorrido.