El velo, arma de reducción masiva
El hecho de que Fátima Hamed luciera el velo en su encuentro con Yolanda Díaz y otras políticas ha despertado de nuevo la polémica. Una polémica que tiene abiertos, al menos, tres frentes: el de la izquierda, el del laicismo y el del feminismo. Se trata de una cuestión, vaya por delante, considerablemente espinosa, en cuyo interior bullen complejísimos elementos culturales, históricos y hasta biográficos. Nada de extraño tiene, por ello, que no se encuentre resuelta, sino más bien todo lo contrario.
Quizás la manera más fácil de abordar el tema del velo venga de uno de los extremos, el que aboga directamente por su prohibición, una postura que, si bien por razones distintas, abrazan ideologías completamente contrarias: hay feministas, laicistas y gentes de izquierdas que prohibirían el velo, exactamente como lo prohibirían la extrema derecha, el nacionalismo blanco y otros curiosos compañeros de viaje. El hecho mismo de que defiendan una medida tan extrema, que supone violentar la voluntad de las ciudadanas adultas que quieran lucir el velo, señala la intensidad con que defienden los ideales que, respectivamente, persiguen proteger con ella. Cierto feminismo asume que el velo es intrínsecamente machista, y que bajo ningún concepto puede permitirse, porque atenta contra la libertad de las mujeres. Cierto laicismo afirma que el velo es inevitablemente religioso, y que por tanto carece de espacio en el lugar público. Y cierta izquierda, por fin, en la medida en que se identifica con ambos idearios, abraza la prohibición. La derecha, el nacionalismo y los otros protegen sus particulares dogmas: la nación, Europa, Occidente, etc., interpretados – eso sí – al modo reaccionario: solo caben los que son como ellos.
A mi juicio la prohibición no es una salida sensata. Primero, porque supone un doble rasero con respecto al trato ofrecido a otras religiones. Si abogamos por suprimir el velo de las musulmanas, en buena lógica tendríamos que hacer lo propio con cualquier prenda católica equiparable. Resulta cuanto menos llamativo que el velo de las musulmanas azuce recurrentemente la polémica, mientras que el de las monjas católicas pase en buena medida desapercibido. Lucía Caram y Teresa Forcades, monjas que se han señalado claramente a la izquierda, no levantaron una controversia semejante, ni nadie – que yo sepa – solicitó la prohibición de su indumentaria. Y tan machista como el velo de las monjas es, sin duda, la sotana de los curas, pero nadie podrá negar el activismo de ciertos sacerdotes – la Teología de la Liberación en América Latina, el padre Llanos en el Pozo del Tío Raimundo, etc. – a los que jamás nadie reprochó nada desde la izquierda, sino al contrario. ¿Por qué a Fatima Hamed, en vez reconocérsele sus méritos políticos, la contemplamos desde un prisma diferente?
Eso me lleva al segundo argumento. La polémica del velo es, sobre todo, un arma de reducción masiva. Ciega la mirada por completo a todo aquello que no sea el aspecto religioso (que, en el fondo, se enfoca desde parámetros culturales y/o nacionales) e impide cualquier otra perspectiva. Toda la actividad – de Fátima Hamed en este caso, pero sobre todo de todas y cada una de las chicas y mujeres con velo que vemos en nuestro día a día – queda reducida al hecho de que son musulmanas. Y, sin embargo, de la misma manera que católicos lo son o lo eran Franco, Oriol Junqueras, Pitita Ridruejo, Valle Inclán, el Padre Apeles, Pierce Brosnan y no pocos etarras, esas miles y miles de mujeres serán también completamente diferentes las unas de las otras, completamente diversas y completamente únicas… ¿por qué a ellas las reducimos a un velo?
El último argumento contra la prohibición tiene que ver con la libertad. El velo es indiscutiblemente un ropaje machista en cuyo origen late una concepción de la mujer como creación completamente subordinada al hombre, para el que ellas han de ataviarse de una u otra manera. No es una prenda que surja de la autonomía y libertad de las mujeres, de su propia y soberana espontaneidad, sino una que se concibe desde la mirada del hombre, a cuyos deseos y perspectivas ellas han de someterse. Pero precisamente porque su origen no es la propia autodeterminación personal de las mujeres, su final no podrá venir tampoco de fuera. Imponerles un no-velo es imponerles algo. Todas las buenas razones con las que se quiera adornar una decisión así palidecerán ante el hecho de que, de nuevo, no son ellas las que libremente deciden, sino que otros – antes los musulmanes varones, ahora cierto feminismo, cierta izquierda, cierto laicismo, cierta nación española, cierta Europa o cierto Occidente: qué más da – lo hacen por ellas.
La liberación de las mujeres en la modernidad europea no fue un camino de rosas: se transitó a lo largo de casi dos siglos, muchas mujeres empujaban en contra, y todavía está lejos de haberse culminado. Esas dificultades están ahí porque son producto de la libertad de las propias mujeres. Las musulmanas han de hacer lo mismo – ya lo están haciendo, de hecho, y, aunque la loca aceleración comunicativa que nos aflige no nos deje ver con claridad, a una velocidad mayor que la nuestra – y han de hacerlo por sí mismas, esto es, cómo y cuándo quieran. Cuando miro a Fátima Hamed veo, como cuando leía sobre el Padre Llanos, a una personalidad política, y no otra cosa. E intento que ni la sotana de uno ni el velo de la otra desvíen demasiado mi mirada.
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