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La venganza y la cobardía del Gobierno en el fin de ETA

El ministro de Interior calificó de “repugnante y deleznable” el acto en Durango de los presos de ETA liberados gracias a la sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Pensábamos que era una manifestación de una opinión personal, y no el prólogo del uso de los recursos de la Administración del Estado para favorecer sus intereses políticos particulares. La detención de ocho personas en Bilbao parecer ser un regalo de Reyes a la Asociación de Víctimas del Terrorismo (AVT) con el fin de congraciarse con un grupo de presión, en estado de máxima tensión desde la sentencia que puso fin a la aplicación retroactiva de la doctrina Parot, que pretende que aceptemos que la justicia debe dar cobertura legal a la venganza.

No fue suficiente la rápida lección de Derecho que el juez de la Audiencia Nacional Santiago Pedraz dio en tres tuits a un dirigente del PP vasco, y por extensión al Gobierno, sobre lo que podía y no podía hacer en relación al acto de Durango. No fue suficiente porque todo esto tiene poco que ver con el Derecho, y sí con los intereses del Gobierno. Los agentes de la Guardia Civil han ido directamente contra los abogados y otras personas que hacen de puente entre los presos y las organizaciones políticas de la izquierda abertzale.

En cualquier proceso de estas características, los presos juegan un papel fundamental como grupo de presión o como colectivo que hay ganarse para emprender nuevas vías. Para convencer a todos los dirigentes del IRA de que el fin de la violencia era un paso irreversible, el Sinn Fein se preocupó de ganarse el apoyo de los presos de la organización. La prioridad era también impedir que un sector minoritario pero relevante provocara una escisión que diera al traste con todo. No creo que sea necesario extenderse en la importancia de esto último.

Hay aquí una paradoja incontestable. Si fuera verdad que estas personas controlan a los presos, como dice Jorge Fernández Díaz, habría que agradecerles que convencieran al colectivo de presos de ETA, o a sus miembros que acaban de abandonar la prisión, para hacer público un mensaje con el que aceptan la legalidad penitenciaria del Estado, expresan la apuesta por medios estrictamente políticos y hacen una serie de reivindicaciones que el Gobierno, al igual que la opinión pública, puede aceptar o no.

Pero eso sería aceptar que la lógica del Gobierno consiste en propiciar en primer lugar el desarme de ETA y después la disolución definitiva de la organización terrorista. Como decía un personaje de Alicia en el país de las maravillas, “aquí corremos todo lo que podemos sólo para quedarnos en el mismo sitio”. El Gobierno hace declaraciones constantemente, azuzado por la prensa conservadora y aterrorizado por el impacto de esos mensajes en su electorado, lleva al Parlamento reformas legales de dudosa constitucionalidad y manda a la Guardia Civil a practicar detenciones con la intención de no moverse ni un milímetro de su posición. Es decir, intentar hacer ver a la gente que la declaración de ETA con la que puso fin a la violencia nunca existió y que mañana o pasado puede haber un atentado. Es irreal, es absurdo, pero es lo que tiene la cobardía. Cuando el soldado se queda paralizado por el miedo en la trinchera y no quiere abandonarla para acompañar a sus compañeros hacia un destino peligroso, cree que si no se mueve, nada malo ocurrirá y podrá sobrevivir.

En la guerra la gente muere, pero ahora estamos en una situación completamente diferente. Es cierto que esta etapa de fin de la violencia ha llegado con un retraso insoportable, incomprensible. Pero al Gobierno no se le exige una iniciativa tan arriesgada como la que asumieron en su momento Aznar o Zapatero. Puede adoptar una actitud cautelosa y desconfiada, incluso cercana a la paranoia, y dar sólo pasos que sean reversibles y que respeten de forma escrupulosa la legalidad penitenciaria, que en teoría obliga al Estado. Y dejar que los partidos en Euskadi hagan política.

Ni siquiera están dispuestos a eso. Por momentos parece que añoran esos años en los que los gobiernos sólo estaban obligados a resistir con el apoyo de la oposición y de la opinión pública. Eran años en que los comunicados se repetían casi literalmente, en que muy pocos planteaban abiertamente iniciativas diferentes. Había que soportar mucho dolor, pero el Estado no se movía.

El actual Gobierno continúa inmerso en esa burbuja del pasado y, como un niño ignorante y asustadizo, se niega a salir de ella. Se dedica a absurdas disquisiciones sobre la narrativa del fin de la violencia, el relato sobre vencedores y vencidos, cuestiones que no se dirimen con un decreto ley ni con una rueda de prensa, sino que la sociedad va asumiendo y asimilando en función de los hechos.

Y el Gobierno es el primero que se niega a ver los hechos. Presos de ETA renuncian a un principio que su organización ha mantenido durante décadas, lo que nadie en su sano juicio interpretaría como una victoria, y las autoridades se comportan como si estuvieran viendo una tertulia televisiva de opinadores ignorantes.

La filtración de la noticia de las detenciones antes de que comenzara la operación policial de Bilbao es sólo la guinda de este despropósito político. Al menos dos medios de comunicación contaron en Twitter que la información sobre la operación policial quedaba “anulada a petición de la fuente informante”. Como si fuera posible borrar de la mente la información conocida antes, que de hecho aparecía en un comunicado del Ministerio de Interior, y pretender que lo que se estaba leyendo en las páginas web y lo que se había escuchado en los informativos de televisión sencillamente no había ocurrido.

No es la primera vez que ocurre algo así con Jorge Fernández Díaz, un ministro que ya antes ha dado información en público sobre operaciones policiales en marcha o sobre investigaciones judiciales aún por finalizar. Además de eso, la chapuza es una buena metáfora de la actuación del Gobierno en todo lo relacionado con el fin de ETA. Quieren que cerremos los ojos a la realidad, que no leamos lo que estamos leyendo, que nos limitemos a digerir sus comunicados tramposos.

La “fuente informante” es una máquina de desinformación que pretende que sigamos viviendo en los años del plomo. A ellos les corresponde convencernos de que no añoran esos tiempos detestables.