El tránsito de la venganza al castigo ha sido considerado en numerosas ocasiones una suerte de inauguración de la civilización. Los elementos que los separan son conocidos y se despliegan a lo largo de prácticamente toda la extensión de ambas figuras. La venganza no se encuentra, en su ejecución, coartada por escrúpulo alguno, y puede por ello resultar mucho más salvaje que el propio acto del que viene a desquitarse. El castigo, sin embargo, en la medida que se encuentra previamente tasado en una ley, se halla limitado a priori por ciertos márgenes que no puede traspasar. Mientras la venganza produce, en quien la lleva a cabo, una sensación de placer puramente psicológica, personal, que es la que, a la postre, se ofrece como toda justificación del propio acto, el castigo no persigue resarcir a quien lo consuma, sino cumplir algún tipo de misión pedagógica con respecto al castigado o, en su caso, con respecto a la sociedad. La venganza, por definición, la ha de degustar el agraviado, pero el castigo lo ejecuta siempre una tercera parte, algo o alguien interpuesto entre el agresor y el agredido que no es quien ha recibido el daño. Un juez, un árbitro, algún tipo de mediador.
Todas estas notas vendrían, así, a despojar de razón al presidente Sánchez cuando insinúa que los probables indultos a los presos del procés se justifican como reparación de algún tipo de venganza: “Todos debemos mirar al futuro y aprender de los errores, no quedarnos atrapados en la venganza y la revancha”, declaró hace poco en Barcelona. Resulta particularmente llamativo – y de hecho roza lo escandaloso - que la cabeza de uno de los poderes del Estado hable de “venganza” en alusión al funcionamiento del poder judicial. Las circunstancias que han rodeado todo el juicio al procés, sin embargo, son tan excepcionales que no son pocos los que comprenden sus palabras. En Cataluña, una mayoría superior al 60% apoya los indultos. En España, un 22%. Más allá del juego cruzado de mayorías y minorías, se trata de millones de personas que consideran que el poder judicial no impartió justicia, sino otra cosa.
Yo no hablaría de venganza – un término, al menos en su precisión teórica, como instituto opuesto al castigo, excesivamente brutal - pero parece evidente que el juicio se alejó considerablemente de los estándares propios del Estado de Derecho. El castigo, para ser justo, además de ser castigo y no venganza ha de portar algunas notas, dos en especial: ha de ser resuelto imparcialmente y ha de ser proporcional. Dos notas que parece obvio que han estado ausentes.
La imparcialidad es una propiedad que solo puede garantizarse cuando el juez no es una de las partes. Aquí aparece una de los rasgos distintivos de la venganza frente al castigo, lo que contradiría lo que vengo diciendo (no fue venganza) pero explicaría la percepción de esos millones de personas que apoyan los indultos, entre las que me encuentro (tampoco fue justicia). La venganza puede darse frente a cualquier tipo de agravio, humillación, sentimiento de ultraje o similar. El castigo, sin embargo, lo es siempre frente a un tipo penal descrito previamente en la ley. Por eso podemos vengarnos de unas palabras, de una afrenta, de una mirada o de un mero gesto que percibimos como humillante, mas ningún juez podría castigar tales cosas, por mucho sufrimiento que nos hayan infligido.
Es en ese terreno meramente perceptivo, psicológico, personal, en el que se ha de situar buena parte de la explicación a esta suerte de terreno compartido entre la venganza y el castigo. Así, sin ir más lejos, Cebrián hablaba este mismo lunes, en EL PAÍS, del “desprecio a millones de españoles” provocado por los presos del procés como motivo para denegar el indulto. Pero a la vista está que “el desprecio” – en abstracto, sin objeto alguno al que venir referido, como sí ocurre, por ejemplo, con las construcciones “desprecio a la verdad” o “desprecio a la vida”, en las que los valores protegidos son esos mismos objetos, y no, por descontado, la mera ofensa o ultraje a los mismos - ni aparece ni puede aparecer en el código penal, pues configura una categoría moral, no jurídica, susceptible por ello de venganza, pero no de castigo. Los acontecimientos juzgados no habrían encajado en ningún molde o tipo del código penal, pero habrían herido la sensibilidad de millones de españoles.
¿Y qué es lo que, en el interior de tales millones de españoles, se habría visto agraviado, vilipendiado e injuriado de un modo tal que se hubieran visto como impelidos a clamar – incluso literalmente: “¡a por ellos!”, gritaban en Huelva - por algún tipo de respuesta a la afrenta? Solo el espantajo de “la nación” - un espantajo, por lo demás, tan deplorable en su fundamento ético último como omnipotente en su absoluta centralidad política – puede explicar tamaña reacción, pues, ¿hay algo más etéreo, más difuso y más intangible en su esencia, pero a la vez más henchido del potencial psicológico preciso para configurarse como infalible fuente de desagravios, seguro objeto de ultraje e insuperable resorte toque-trompetero que “la nación”, sea esta catalana, vasca, senegalesa o guaraní? Nada mejor que un poco de nacionalismo para inflamar los corazones, y al cuerno con pejigueras jurídicas, tipos penales, in dubios pro reos y otros resabios del Estado de Derecho.
Todo apunta a que también en el Tribunal Supremo se vieron como llamados a las armas por parte de la mismísima nación española, con la que al parecer tienen hilo directo. Llarena vio en un primer momento nada menos que rebelión. Los jueces que dictaron sentencia percibieron sedición. Ahora Europa, que es un constructo jurídico y racional, y no nacional ni apasionado, nos pide que indultemos a los procesados y que deroguemos de nuestro código el delito con el que dieron en el Supremo para construir, inflamados por un sentimiento completamente antijurídico de escarnio y escarmiento, el mayor castigo posible de entre todos los que la interpretación menos garantista y más descarnada y justiciera ofrecía como posibles. El resultado está a la vista: años de cárcel por unos hechos que en Europa y en cualquier Estado de Derecho - incluido el nuestro cuando la llama de la nación no lo incendia por dentro - jamás pasarían de desórdenes públicos. La Comisión de Asuntos Legales y de Derechos Humanos de la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa tuvo a bien publicar la semana pasada un informe sobre la situación en España… y en Turquía. En esa compañía estamos.
De todo esto de los indultos, que ojalá lleguen pronto, lo más revelador de dónde estamos todavía es el motivo que los apuntala: utilidad pública. No es que no lo considere justificado, que por descontado, pero yo hubiera antepuesto sin duda la equidad, en su acepción intuitiva de justicia elemental. Más de tres años entre rejas por desórdenes públicos. Lo primordial no es que sean los representantes políticos de millones de personas, lo sangrante es que son gente con familias e hijos a los que han destrozado años de su vida por nacionalismo de garrafón camuflado de juridicidad intachable. No fue una venganza, pero sí fue una vergüenza.