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Opinión - Es odio a la democracia. Por Rosa María Artal

Veritas omnia vincit (estamos jodidos)

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Un titular de esta casa del año 2015: El líder de Def con Dos se sentará en el banquillo por seis comentarios en Twitter y un retuit; “ETA impulsó una política contra los coches oficiales combinada con un programa espacial” y algún que otro tuit similar le costó a Casandra Vera en 2017 una condena de un año de cárcel y siete de inhabilitación que el Tribunal Supremo anuló al año siguiente; de nuevo, 2017: el tuitero Alfredo Remírez a prisión por enaltecimiento del terrorismo. Eran años del marianismo y, salvo el de Fernández Díaz, no referían al culto a la Virgen. El ministro del Interior había hecho un llamamiento en mayo de 2014 para limpiar las redes sociales de indeseables.

El Gobierno de Mariano Rajoy se encontraba a la defensiva, asediado por causas judiciales y hostigado por una crisis económica que dejó un rastro de miseria como un surco de amapolas grises. En el marco de las cuatro Operaciones Araña se realizaron 77 detenciones y más de 40 condenas de cárcel; en ese lapso también se aprobó la Ley de Seguridad Ciudadana 4/2015 -o sea, Ley Mordaza- y todo aquello pareció funcionar: se ahuyentó al terrorismo anarquista con la misma eficiencia que se ahuyenta a un oso con un talismán anti-osos. ¿Ves a algún oso por aquí? Pues eso. Poco después, la moción de censura de 2018 cambió el Ejecutivo, pero las leyes y las condenas se mantuvieron. Y hasta hoy.

El clima es diferente. Ahora es un aluvión de cuentas vinculadas a la alt-right, consolidada desde la pandemia hasta su cúspide en el Noviembre Nacional como células revolucionarias -o contrarrevolucionarias, o contracontrarrevolucionarias; vete a saber en qué punto estamos-, las que se encuentran en el ojo del huracán. Y no es para menos. El crimen de Mocejón y el señalamiento desquiciado a minorías étnicas ha sido la gota que ha colmado un vaso -cuyo contenido ya chorrea por el suelo, si me preguntan- y ahora, el Gobierno decide que es un buen momento para tomar cartas en el asunto. Ramón Espinar comentaba el otro día que “un DNI para entrar en Twitter y se soluciona el 70% del problema” y he aquí donde empiezan los asuntos peliagudísimos que deberíamos tratar con mucha delicadeza. 

Las detenciones a tuiteros en el pasado demuestran que, de necesitarse, el Estado ya cuenta con las herramientas necesarias para identificar a usuarios que, presuntamente, hayan podido cometer algún delito. La identificación obligatoria de los usuarios de las redes sociales no lleva a ninguna parte; J.K. Rowling ha creado un movimiento transfóbico de proporciones bíblicas y todo el mundo sabe quién es o dónde vive. El mayor difusor de odio y mentiras de este país tiene acta de eurodiputado. Imponer un DNI para opinar en la esfera pública convierte la opinión en un privilegio para el que no tiene miedo a las consecuencias.

Que haga falta algún tipo de regulación que obligue a las plataformas a cortar en seco algunas informaciones es un tema distinto. Además, a través del shadowban o supresión disimulada se puede reducir muchísimo la amplitud de cualquier usuario, y es cierto que las redes sociales son espacios públicos privatizados que hacen negocio de este ecosistema; y también es cierto que veritas omnia vincit, que la verdad prevalece, pero estamos jodidos. No existe forma en que podamos frenar esto sin cercenar libertades a corto y a largo plazo; libertades que también nos afectan a los demás. No deberíamos plantearnos tan a la ligera ceder al Estado más potestades de las que ya tiene para intervenir, paralizar o, incluso, terminar con nuestras vidas con el pretexto de la inseguridad. Menos aún en un país en el que hemos tenido más operaciones Araña que películas de La Jungla de Cristal.

Otra cosa que me inquieta es que aquí todo el mundo jalea y aplaude si Pedro Sánchez decide poner puertas al campo y limitar de alguna forma las redes sociales pensando que el sanchismo es una fiesta imperecedera y que la derecha no va a gobernar nunca jamás. Porque las leyes que legislan unos (Ley Mordaza) las ejecutan otros (y aquí no miro a nadie pero aprovecho para recordar que tenemos un ministro del Interior deplorable en todos los sentidos a los que alcanza la moral humana) y lo que hoy es pan, mañana son mendrugos. Es en estos momentos en los que relucen las diferencias entre los defensores de la libertad; entre los que la defienden con convicción y los que lo hacen por conveniencia.