Aunque algunos listos aseguraron que ocurriría lo contrario, el fin del largo proceso de elecciones no ha traído la paz política, sino que las tensiones y las palabras gruesas han vuelto a estallar por doquier. En Cataluña, donde los que han perdido las elecciones se niegan a aceptarlo y amenaza repetición. En la izquierda no socialista, que ha entrado en una crisis cuyo colofón puede ser la pérdida del poder para toda la izquierda. Y, cómo no, en el mundo judicial, cuyos sectores más extremos, pero no por ello menos poderosos, han vuelto a lanzarse contra el Gobierno.
No se sabe qué porcentaje de ciudadanos sigue con un mínimo de interés esas peripecias. Pero se diría que no debe de ser muy grande. Entre otras cosas porque son muy difíciles de entender, casi imposible en el caso de las trifulcas judiciales y casi lo mismo en los de las otras citadas -el de los líos de la izquierda más allá del PSOE y los del independentismo catalán- como no se esté muy metido en esos ajos. La crónica política se aleja cada vez más del interés de los ciudadanos corrientes, buena parte de los cuales nunca han estado mínimamente cerca de ella y otros muchos se han ido distanciando, sobre todo en los últimos años.
Los análisis sociológicos sobre las ideas políticas de la gente han desaparecido del mapa público hace ya mucho tiempo. Seguramente habrá entidades -partidos, grandes inversores- que paguen por saber algo de lo que se cuece en ese terreno, pero generalmente a la luz pública sólo salen las intenciones de voto y las valoraciones que la gente hace de los principales líderes, un dato que no dice nada y que vale para poco más.
Hay que recurrir, por tanto, a lo que cada uno percibe de cómo la gente se está tomando lo que ocurre en el espacio público. O lo que le dicen que está ocurriendo, que no es lo mismo, y cada vez menos: la tónica de buscar el lado humorístico, el chiste, en la información política se extiende como mancha de aceite en los medios. Para hacer reír no se sabe a quién, pues casi nunca tiene la mínima gracia. Pero también para tapar la información de verdad. Es decir, para desinformar. Y eso no sólo lo hacen las páginas canallas de internet.
Superados esos obstáculos, lo que se percibe -aparte de que mucha gente vota- es que el interés por la vida política es mínimo para una buena parte de la población. Que salvo en momentos preelectorales, ahora que no hay crisis económicas, es muy poca la gente que habla de política en sus lugares habituales de encuentro.
Eso puede querer decir varias cosas al mismo tiempo. Una, que se habla poco porque, en general, todo el mundo sabe desde hace tiempo qué piensa y cómo vota el vecino o el compañero de trabajo, por lo que no hay muchos alicientes para sacar el tema. Dos, que salvo cuando hay elecciones a la vista, lo que hacen y dicen los políticos interesa a muy poca gente -salvo que el asunto le toque directamente y eso pasa cuando hay problemas sectoriales que afectan a minorías o cuando el gobierno se atreve con medidas como el aumento del salario mínimo. Y, tres, que, en estos momentos, las cosas del país en lo que afectan al bienestar de cada uno van lo suficientemente bien como para que no haya que mirar a los políticos para urgirles a que hagan algo para mejorarlas.
Y es que es realmente llamativo que la ya larga tensión política coincida con un también largo periodo de paz social y también con un ya largo y aparentemente cada vez más sostenido proceso de crecimiento económico. De hecho, no es casual que la insoportable batalla que libran los partidos políticos no trascienda nunca el terreno de lo verbal. Que en el parlamento se haya dicho de todo, pero no se recuerda siquiera una amenaza física, no digamos una bofetada. De lo que podría deducirse que buena parte de la ira que se transmite, sobre todo la de la oposición, es para salir en los medios. Pero que no responde a sentimientos reales. Que hay mucho teatro. O solo teatro.
Pero así también se hace política. Y a la oposición no le está yendo mal con sus métodos, aunque no pocas veces resulten indignantes. Tanto es así que lo más probable, casi seguro, que el PP no se avenga a pactar nada con el PSOE en torno al Consejo General del Poder Judicial. Porque Vox le pondría verde si lo hiciera. Pero sobre todo porque la intransigencia en esta materia se ha convertido ya en una cuestión de hombría que gusta mucho al público de derechas y Feijoo no va a renunciar a esa renta.
Ese asunto quedará, por tanto, pendiente hasta las próximas elecciones. El follón judicial por la ley de amnistía que le acompaña terminará, parece ya inevitable, en el Tribunal Constitucional. No parará hasta entonces. Y veremos qué sigue cuando se conozca su fallo. También en esto hay lío para rato. Trufado eso sí de iniciativas judiciales como la de que es víctima Begoña Gómez -a la que parece que ya le queda poco recorrido- o el hermano del presidente del Gobierno. Que jueces dispuestos hasta el desprestigio con tal de ser aplaudidos por los mandamases de la derecha debe de haber unos cuantos.
La legislatura que Pedro Sánchez quiere completar cuando toque se presenta por tanto movidita y poco propicia para cosas importantes. En Cataluña puede pasar cualquier cosa -Puigdemont no parece dispuesto a tirar la toalla- pero se diría que ninguna de las hipótesis que se barajan va a propiciar una pronta disolución de las Cortes y menos una moción de censura del PP apoyada por Junts.
Lo que sí puede ser trascendente es la crisis que está viviendo Sumar y, en general, todo el espacio que se sitúa a la izquierda del PSOE. Aunque sólo sea porque, a menos que se produzca un milagro y devenga en un intento de unir todas esas fuerzas, el resultado final de esa crisis puede perfectamente ser la derrota de la izquierda en las próximas elecciones generales. Sean cuando sea.