La violencia contra las mujeres fue convertida en objeto de investigación teórica y de práctica política por el feminismo radical en los años setenta. Si bien la violencia patriarcal ha estado presente como preocupación política en toda la historia del feminismo, será a partir de los años setenta del siglo pasado cuando este tema se convierta en una pieza fundamental de la agenda feminista. El feminismo radical puso la lupa en la familia patriarcal y descubrió que esa institución no era el mundo de amor y felicidad que nos habían contado sino que su interior albergaba abusos sexuales, violencia y explotación económica. La familia fue conceptualizada como la institución en la que se desarrollaban microsocialmente las relaciones de poder entre hombres y mujeres que después se reproducirían macrosocialmente en el espacio público y político. Desde ese momento, el movimiento feminista ha luchado ininterrumpidamente para que el estado asumiese que las vidas de las mujeres tienen valor. Y también para que la sociedad tomase conciencia de que la violencia patriarcal vulnera los derechos humanos de las mujeres y pone en cuestión la legitimidad de la democracia.
La violencia patriarcal está hondamente anclada en las estructuras materiales y simbólicas de cada sociedad. Niñas y niños, jóvenes adolescentes de ambos sexos, mujeres y hombres, reciben mandatos socializadores que están en la raíz de la violencia patriarcal. Estos mandatos socializadores están impregnados de una ideología de la superioridad masculina que desemboca en formas de control y violencia sobre las mujeres. De la misma forma, todas las estructuras materiales y todos los entramados institucionales esconden en su interior una poderosa jerarquía patriarcal que sitúa a los varones en una posición de poder.
El poderoso curriculum oculto de género en la escuela, la brecha salarial, el trabajo gratuito de las mujeres en el hogar o la expulsión de las mujeres de los espacios de decisión, recursos y poder muestra que las mujeres son consideradas en las sociedades patriarcales como el segundo sexo. Y en esta consideración se encuentra el origen de la violencia masculina. De modo que hay que identificar una violencia invisible, estructural, oculta, que ha sido conceptualizada como si formarse parte de un orden natural de las cosas y también una violencia más visible, imposible de negar, que es sobre la se articulan las leyes contra la violencia patriarcal. En otros términos, no puede haber cambios estructurales si no se aplican políticas en las dos direcciones.
La aplicación de la ley estatal –que no su intención original- se orienta más a penalizar al agresor y apoyar a una parte de las mujeres agredidas que a transformar las raíces de la violencia machista. Esta ley debe ser transformada por insuficiente, pues solo considera violencia machista la que se produce en el marco de las relaciones de pareja. Y, sin embargo, también la calle, los centros de trabajo y educativos, las instituciones, las guerras, los procesos migratorios y los itinerarios que siguen las refugiadas se han convertido en ámbitos en los que las mujeres son objeto de la violencia masculina.
El movimiento feminista ha movilizado a cientos de miles de personas reclamando que el estado garantice una vida libre de violencia para las mujeres cómo también ha exigido que la sociedad no mire hacia otro lado frente al agresor. Las calles de Buenos Aires, México o India se llenaron de gente que reclamaba el fin de la violencia contra las mujeres. Hace un año, el 7 de noviembre, una multitud de mujeres y hombres procedentes de diversas ciudades españolas salieron a las calles de Madrid para decir basta a la violencia masculina.
Sin embargo, la política del PP es la de no escuchar y no actuar. A pesar de que la movilización del año pasado en Madrid ha convertido al feminismo español en un movimiento de masas y con una capacidad de movilización insólita, el gobierno español solo ha respondido con un minuto de silencio en el Parlamento y con una retahíla de consejos a las mujeres agredidas. Dicho de otra forma, ha rehusado poner encima de la mesa recursos para desactivar esta violencia y ha rechazado hacer políticas que transformen estructuralmente las condiciones de posibilidad de la violencia machista.
Sin embargo, eso no quiere decir que el gobierno no tenga una política sobre la violencia contra las mujeres. La tiene. La tiene cuando considera la violencia machista como un hecho no político, como un fenómeno individual vinculado a las condiciones personales de los agresores y cuando desplaza la responsabilidad colectiva sobre las mujeres. Es la vieja política patriarcal que consiste en despolitizar los hechos sociales que oprimen a las mujeres.