Los sucesivos ágapes del excomisario José Manuel Villarejo y el magnate Jaume Roures en Madrid parecen confirmar lo que desde hace meses viene apuntando la periodista Patricia López, exreferente de Público y ahora directora de Crónica Libre: que existe algún tipo de pacto entre el empresario que dice ser trotskista y el mayor símbolo de las cloacas policiales surgidas en los estertores del franquismo.
La fotografía de la última cena entre ambos, divulgada por The Objective, podría tener entre algunos izquierdistas que aún se creen las soflamas trotskistas del magnate un efecto similar al que causó en la familia comunista el pacto Ribbentrop-Molotov (1939), por el que Stalin y Hitler sellaron su colaboración contranatura ante la incredulidad y desesperación de tantos comunistas que arriesgaban su vida para frenar al fascismo.
Sin embargo, ayuda mejor a entender la situación otra referencia marxista, también de 1939, año en que Leon Trotsky publicó Su moral y la nuestra, quizá el libro más controvertido del dirigente bolchevique y, sin embargo, una referencia para Roures, cuya lectura sigue recomendando, como hizo en su última charla en La Tuerka. Fue sobre todo a partir de este “gran libro” –Roures dixit– cuando los trotskistas quedaron estigmatizados como supuestos defensores de que “el fin justifica los medios”.
Leído en el siglo XXI, alejados del contexto previo a la Segunda Guerra Mundial, Su moral y la nuestra incomoda también a muchos trotskistas. Tuve ocasión de debatirlo con Miguel Romero, Moro, referente político y moral de esta tradición en España, histórico editor de Viento Sur, fallecido prematuramente en 2014. Romero lo consideraba un libro menor y el que menos definía el pensamiento de Trotsky. En su opinión, se explicaba solo por la situación de desesperación y aislamiento en que se encontraba el dirigente bolchevique en el punto álgido del nazismo, mientras sus camaradas eran masacrados por Stalin y a las puertas de una guerra mundial que sabía inminente.
Un libro brutal para tiempos brutales, del que una determinada lectura podría efectivamente extraer un método de análisis implacable basado en que “el fin justifica los medios”. Un método que, sacado del contexto en que fue escrito, también es aplicable más allá de la política, incluso cuando el fin deja de ser la Revolución y pasa a ser el negocio. Quizá es en este sentido en el que Roures puede seguir alardeando de “trotskista”.
Con semejante cobertura intelectual es más digerible que el conglomerado capitalista creado por el magnate tenga desde hace más de tres décadas un complejo entramado societario en Holanda, país que el propio diario Público –administrado por Roures– suele calificar de paraíso fiscal. O utilizar el soborno para adquirir derechos deportivos, una práctica reconocida por el conglomerado ante la fiscalía de EEUU en 2018 en un procedimiento por el que el cofundador de Mediapro Gerard Romy –también ávido lector de Su moral y la nuestra– se encuentra a la espera de juicio en Nueva York tras aplicársele la ley antimafia por las prácticas continuadas de Mediapro en América.
De hecho, buena parte de la trayectoria empresarial del magnate se ha basado en asociaciones supuestamente contranatura. A pesar de haber moldeado su imagen pública a partir de una retórica de militante izquierdista, la realidad es que Mediapro se ha ido construyendo también gracias a la asociación con la derecha.
La acumulación primitiva de capital que dio origen a Mediapro procede básicamente de TV3 durante los años de hegemonía de Jordi Pujol, donde Roures y sus socios tenían simultáneamente un pie dentro –en la sala de mandos de Deportes y de su presupuesto– y otro fuera, a través de vehículos empresariales contratados por la cadena pública. Esta trabazón llevó a que Roures y sus socios llegaran a convertirse en empresarios de la máxima confianza del pujolismo y del sector de los negocios de Convergència.
Las huellas de la trotskovergencia son muy visibles en múltiples operaciones durante más de tres décadas, que llegan hasta hoy: desde la absorción de los restos de Mediapark –uno de los proyectos audiovisuales más ambiciosos del pujolismo, en la década de 1990– o de Mercuri, productora del exdirector de TV3 que impulsó las externalizaciones en la cadena y que después se convirtió en director general de Difusión de Pujol, hasta el caso Triacom, que ahora mismo se está investigando en la Audiencia Nacional en una pieza separada del 3% de financiación irregular de Convergència.
Según la investigación conjunta de Mossos y Guardia Civil, Triacom, que vivía básicamente de adjudicaciones hinchadas de TV3, era un instrumento para abonar gastos de Convergència –incluida la campaña de Artur Mas en 2010– y pagos a dirigentes del partido o a su entorno. La productora del 3% tiene múltiples vínculos con Mediapro: el propietario era un alto ejecutivo de la multinacional, los servicios jurídicos se contrataban al despacho del jefe jurídico de Mediapro, compañía que a su vez participaba del accionariado de Triacom (10%) y era además su principal proveedor.
Tras los pactos del Majestic, que en 1996 sellaron Jordi Pujol y José María Aznar, las asociaciones supuestamente contranatura se extendieron a la derecha española más dura. No solo por la gran sintonía con Javier Tebas, factótum de La Liga y, como recuerda Fonsi Loaiza en Florentino Pérez. El poder del palco (Akal, 2022), exjefe regional de Fuerza Nueva en Aragón y hoy entusiasta de Le Pen; sino también por algunas figuras clave del aznarismo.
Una de las más significativas es Juan Ruiz de Gauna, el hombre que pilotó la operación mediática más ambiciosa del aznarismo: el lanzamiento de Vía Digital, con la inmensa caja de Telefónica y toda la potencia del BOE, para intentar acabar con el Grupo Prisa. Tras el fracaso de la operación, Ruiz de Gauna aterrizó en Mediapro como integrante de su núcleo duro, y ahí sigue. O Miguel Cardenal, hijo del fiscal general nombrado por Aznar que tanto empeño puso en evitar la extradición de Augusto Pinochet, e integrante de una saga muy próxima al Opus Dei y a la derecha, que saltó a Mediapro desde la secretaría general del Deporte con Mariano Rajoy en un ejemplo de libro de puerta giratoria.
La idea de que el presidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero ayudó mucho a las empresas de Roures está muy instalada, pero la realidad es que fue el Gobierno de Mariano Rajoy el que más contribuyó a su prosperidad, una vez confirmado el cierre de la edición en papel de Público: aprobó la fusión entre Antena 3 y La Sexta pese a las reticencias expresadas por el organismo de la competencia en un momento de crisis aguda de solvencia de La Sexta; forzó la venta concentrada de los derechos televisivos de la Liga –Cardenal mediante–, atendiendo así a la reivindicación histórica de Tebas y Roures; y hasta adjudicó a una filial de la multinacional la señal televisiva de La Moncloa apenas unas semanas después de que Mediapro hubiera ejercido de centro internacional de prensa del referéndum independentista en Cataluña, con lo que blindó su perfil profesional en momentos de extrema tensión política.
Y todo esto con el puño siempre levantado, no vaya a ser que alguien le confunda con un revisionista o un renegado social-traidor.