Los diarios se están llenando de noticias sobre grupos de jóvenes, de muy jóvenes, que violan a chicas también muy jóvenes y, con sus móviles, graban todo lo que está sucediendo para luego subirlo a redes sociales.
No hago más que darle vueltas a cómo hemos podido llegar a esta situación y, con mucha más urgencia, a qué podemos hacer para salir de ella. Tengo que confesar que no he avanzado mucho en mis reflexiones y que estas líneas son un intento de reunir ideas que tienen que ver con el asunto y que quizá nos estimulen a pensar en ello para ver de dar solución entre todos a un problema tan acuciante.
He recibido opiniones y comentarios en Twitter que apuntan a muchas cosas con las que estoy de acuerdo y otras con las que no lo estoy tanto, pero todas me parecen interesantes porque demuestran que somos muchas las personas a las que nos preocupa esta situación.
Me parece incontrovertible que la influencia de la pornografía de internet, tan falsa, brutal, y de tan fácil acceso, es uno de los factores que hay que considerar, pero eso nos lleva de inmediato a tener que decidir si la posesión de un móvil desde los diez u once años es algo deseable, y esto último nos remite a otro tema: si los padres pueden o quieren prohibir a sus hijos el acceso a internet hasta que tengan una edad que les parezca adecuada. Porque aquí entramos en el tema de que, por un lado, los padres no quieren que su prole sea la única en no tener móvil y por otro, que, si las criaturas no tienen móvil, los padres no pueden controlarlas y saber siempre dónde están. Además, lógicamente, el que los muy jóvenes no tengan móvil propio no evita que puedan ver contenidos en los móviles de los demás.
Tenemos también el conjunto de problemas derivados de la educación exterior a la familia: por un lado las instituciones de formación que no pueden (ni deben) cubrir todos los aspectos de la educación de los niños y jóvenes, por otro los programas de estudios que no prevén preparar al alumnado en cuestiones actuales y urgentes, mientras siguen enseñándoles temas y habilidades que ya no son realmente necesarias en nuestra sociedad.
Dentro de las familias los problemas son también muy variados: falta de tiempo y energía por parte de los padres que, cuando llegan a casa, no pueden ya ponerse a darles el ejemplo que los jóvenes necesitarían, sino que se refugian en su propio móvil, o se dedican a disfrutar de varios capítulos de su serie favorita, o, con los cascos puestos, se van a otro mundo de juegos o música o historias narradas. No es censurable, es humano, pero no contribuye precisamente a mejorar a los hijos a su cargo. Además, surge también el problema de que, como a lo largo de las últimas décadas, se ha impuesto la idea de que a los niños no se les puede castigar, ni prohibir nada, ni marcar límites y ser consecuentes cumpliendo lo que se les ha avisado, la mayor parte de los niños y niñas han crecido pensando que nada tiene consecuencias, que todo se puede arreglar, que nunca hay que pagar por lo que uno ha hecho. Y esto va relacionado con la idea, casi más dañina aún, de que el niño o joven es el centro del universo, que todos son especiales, geniales, maravillosos, que están perfectamente bien como están y no tienen por qué intentar mejorar en absoluto. Ya son perfectos.
Si unimos este “ser ya perfecto”, con “nada tiene consecuencias que puedan hacerme daño” y lo regamos abundantemente con imágenes e historias de violencia, muerte, sangre, y sexo basado en la humillación del otro, el cóctel es explosivo. Porque, además, hay que añadir la inmensa vanidad de los adolescentes (aunque muy mezclada con dudas y falta de autoestima, propias de la edad) que los lleva a una necesidad de que los admiren, de que los jaleen, de que los vean, por lo menos. Si ponen algo en redes que gusta a sus coetáneos y le dan muchos likes y muchos corazones, es evidente que ese comportamiento se va a ver reforzado y van a hacer todo lo posible por repetirlo y, si se puede, aumentarlo.
Leí hace unos meses sobre dos jóvenes que habían asesinado a una chica de su edad sin más motivo que “querían saber lo que se siente al matar”. Lo habían visto tantas veces en las películas y series que habían sentido curiosidad. La base del pensamiento científico, vamos. O simplemente del comportamiento gregario, que es otro de los factores a tener en cuenta.
Hace casi un siglo, cuando las empresas tabacaleras decidieron lanzar la ofensiva definitiva para crear fumadores, lo primero que hicieron fue financiar el cine de Hollywood para que todo el mundo fumara, incluidas las mujeres que, hasta ese momento, no habían sido particularmente aficionadas al tabaco (por muchas razones que ahora no hacen al caso). Sin embargo, cuando empezaron a ver a las grandes y bellas actrices americanas fumando sus cigarrillos con los ojos entornados y dejándose encender esos pitillos por el galán de turno, millones de mujeres quisieron copiar ese comportamiento, tanto si les gustaba fumar como si no. Y al cabo de un tiempo, les gustaba y se habían hecho dependientes.
No es que yo quiera culpar al cine de todos los males, nada más lejos de mi intención. Solo estoy diciendo que desde siempre, y sobre todo ahora, la gente, y sobre todo los jóvenes, que aún no tienen un criterio formado, copian lo que ven. El famoso “ejemplo” del que se ha hablado toda la vida en cuestiones de educación. No es automático que si un padre frecuenta los burdeles el hijo lo vaya a hacer, pero ayuda bastante.
En una sociedad aparencial como la nuestra, dominada por la idea de que quien más dinero tiene es quien más vale, independientemente de cómo lo haya conseguido, en la que a los escolares no se les exige trabajo y rendimiento ni que lleguen a formar un criterio propio, en la que se les da a entender que pueden hacer lo que quieran, que las normas no son para cumplirlas, que da igual los delitos que cometan, porque siempre se van a salvar; una sociedad en la que no se fomenta el respeto a los demás, en la que -a pesar de todo lo que hemos luchado y seguimos luchando- impera el machismo, la idea de que una mujer siempre es inferior al hombre... en esa sociedad no puede extrañarnos que pasen cosas como violaciones en grupo. En grupo. Esto es importante. Y grabadas con el móvil y subidas a redes. Esto también lo es, porque ambos detalles dan la pista de qué está pasando.
Los jóvenes delincuentes de hoy en día (por supuesto sé que hay mucha juventud decente) no piensan de sí mismos que lo son. Son ególatras y carecen de la empatía necesaria para imaginarse en el papel de la persona a la que van a hacer daño. Todo les parece un espectáculo y por eso lo suben a redes, para convertirse en “estrellas por un día” y recibir muchos likes y, con ello, su dosis de serotonina, después de la adrenalina de la violación. Son gregarios. Necesitan estar en grupo para atreverse a violar, porque solos no se atreverían. Saben que, si los detienen, sus padres pondrán el grito en el cielo, dirán que su tierno retoño “no es así” y se endeudarán si hace falta para contratar los servicios de un abogado que los sacará de la situación y les evitará las consecuencias. No se paran a pensar en lo que le han hecho a la chica, en su dolor, su pena, su rabia, la marca que llevará siempre dentro por lo que para ellos ha sido solo un “rato de diversión” en una discoteca o unas vacaciones. “Nada grave”. “Tampoco es para tanto”, como he oído yo misma decir a algunos hombres jóvenes, que no eran violadores, pero defendían la idea de que las mujeres exageramos mucho cuando hablamos de lo que significa para nosotras una violación, tanto en grupo, como en solitario, como dentro de la pareja o el matrimonio.
Hay veces que no puedo evitar pensar aquello del “ojo por ojo y diente por diente”. Me pregunto, porque yo sí voy sobrada de imaginación y empatía, si entenderían lo que han hecho al sufrir en carne propia una violación grupal por parte de otras personas.
Está claro que el problema es enorme, que lo que tenemos que hacer es reformar toda nuestra sociedad, toda nuestra forma de ver el mundo; que no podemos permitir que las cosas sigan en esta dirección. Tenemos que darnos cuenta de que esta influencia de la industria pornográfica, de la falta de control en el uso de la tecnología, de la falta de imponer límites a nuestra población joven y de la tendencia a salvarlos de las consecuencias de sus actos nos está pasando ya factura. Tenemos que ver que estamos creando una sociedad de descerebrados que se dejan llevar por otros descerebrados que se llaman influencers (¿habrá algo más idiota que estar orgulloso de dejarse influir por cualquiera que diga tonterías en una pantalla?), una sociedad en la que el mayor deseo es ser millonario como sea, una sociedad de insultos, de falta de respeto, de conciencia cívica, de conciencia crítica para decidir por uno mismo si algo es correcto o no.
Solo si nos damos cuenta de lo que estamos haciendo mal podremos tratar de enmendarlo y enderezarlo. Lo que no podemos hacer es encogernos de hombros y decir que no hay solución.