¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!

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¿Qué tiene de especial el golpe de Estado en Chile, del que ahora se cumplen cincuenta años? ¿Por qué ha quedado fijado con tanta fuerza en nuestra memoria política y sentimental, incluso la de quienes no habíamos nacido?

Mira que ha habido golpes en el último medio siglo (y no digamos en América Latina), pero ninguno tan impactante, icónico y recordado como el que sufrió el gobierno de Allende. Si hacemos un ranking de regímenes represivos del último siglo, seguramente Chile no estaría ni en el top diez, aunque todos lo situaríamos entre los primeros sin mucho pensar. Dictadores sanguinarios ha habido y sigue habiendo como para llenar un álbum de cromos; pero si nos preguntan por uno, el primero que nos pasa por la cabeza es siempre Pinochet, con su uniforme militar y sus gafas ahumadas, o vistiendo esa capa de vampiro (como lo retrata la última película de Larráin, El Conde). Si nos preguntan, nos viene a la cabeza antes incluso que Franco, teniéndolo más cerca y habiendo sido mucho más sanguinario. De hecho, Pinochet se confesaba su admirador y aprendiz, usó la dictadura nacionalcatólica como inspiración, y fue de los pocos jefes de Estado que acudió al funeral de Franco, “a rendir homenaje a este guerrero que sorteó las más fuertes adversidades”.

Está también la participación de Estados Unidos, sí. Pero Washington apoyó, promovió, financió o directamente organizó golpes por todo el planeta en la Guerra Fría (incluido un intento de invasión en Cuba). Aunque ninguno pareció tan evidente y criminal como el de Chile, donde Nixon, Kissinger y la CIA conspiraron para liquidar el gobierno de Unidad Popular. En los menos de tres años que duró aquella experiencia, intentaron asfixiarlo y sabotearlo económicamente, financiaron grupos terroristas y medios de comunicación opositores, desestabilizaron el país de todas las formas posible, y finalmente lo derrocaron por la fuerza, para después sostener la dictadura, incluida la colaboración de la CIA en la creación de la DINA, la policía política que hacía “desaparecer” a los opositores. Fue un golpe ejemplarizante, que quería servir como aviso para navegantes: los gobiernos que intentaran seguir los pasos de Allende, acabarían igual. De ahí su brutalidad sin disimulo. Tenía que quedar claro que no se toleraría ninguna “vía democrática al socialismo”.

Por otro lado, aunque tantas dictaduras aplicaron la “doctrina del Shock” para liquidar reformas sociales e imponer un programa económico, ninguna fue tan obscena y radical como los Chicago Boys, aquellos discípulos de Milton Friedman que por la vía de la fuerza, aliando (una vez más) fascismo y ultraliberalismo, ejecutaron un experimento de ingeniería social y económica cuyas consecuencias alcanzan al convulso Chile actual, y que tuvo réplica en otras dictaduras del continente, en ningún caso llegando tan lejos.

Por todo ello, aunque hoy decimos 11-S y pensamos en los atentados terroristas de Nueva York en 2001, para varias generaciones el 11-S traumático era y sigue siendo Chile, y todavía pueden recordar dónde estaban y qué hacían el día del asalto al Palacio de La Moneda. El de Chile fue un golpe global, que conmocionó el planeta, que recibió como propio toda la izquierda, y muy especialmente la española, que entonces creía verle el final al franquismo, buscaba su propia vía, y la represión militar en Chile le hizo revivir fantasmas. Para los nacidos después de la II Guerra Mundial, aquel 11-S y los años criminales posteriores causaron la misma impresión que nuestra Guerra Civil a las generaciones anteriores, y despertó el mismo repudio y la misma solidaridad internacional con el pueblo chileno que décadas atrás la República española.

Como con el levantamiento y represión que sufrió España, también el golpe de Chile impactó en la cultura y nos dejó canciones, novelas y películas que alimentaron un imaginario político y sentimental que todavía hoy nos estremece cuando escuchamos a Pablo Milanés (o a nuestro Serrat) cantar “Yo pisaré las calles nuevamente…”, o vemos a Jack Lemmon adentrándose en el Estadio Nacional de Chile en Missing. El horror, la emoción y la esperanza del pueblo chileno nos alcanza a varias generaciones, al menos para quienes crecimos en familias de izquierda y escuchamos a Victor Jara y Violeta Parra desde pequeños. Todavía hoy nos conmueve y nos indigna, y por eso seguimos con tanto interés los pasos del gobierno del presidente Boric. Y por eso este 11 de septiembre hacemos nuestro el último grito del presidente Allende:

“¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!”