Los importantes avances de formaciones ultra en toda la UE, certificados en las elecciones europeas del 9J y que a finales de este mes pueden alcanzar un auténtico hito si se confirma la victoria de la formación de Marine Le Pen en las legislativas anticipadas en Francia, han encendido lógicamente todas las señales de alarma, sobre todo en la izquierda, que suele revolverse al grito de “¡No pasarán!”.
Pero las consignas “antifascistas” no parecen la mejor forma de sintonizar con los sectores de clases populares que se sienten desamparados y que muestran predisposición a escuchar los cantos de sirena de los caudillos ultra, que prometen soluciones fáciles a sus problemas complejos identificando además chivos expiatorios. La naturaleza ultra de muchas de estos partidos es clara, pero ello no significa que sus votantes lo sean: convendría escuchar sus razones antes de estigmatizarlos como “fascistas” o incluso “nazis”.
En caso contrario, habría que considerar que los obreros franceses son ahora mismo muy mayoritariamente “fascistas”: ante el deterioro constante de sus condiciones de vida y la falta de horizonte de mejora, el partido de Le Pen lleva años sumando apoyos entre las clases populares francesas, pero el 9J batió todos los récords: logró el voto nada menos que del 54% de los votantes que se autodefinen como “obreros”, un porcentaje estratosférico teniendo en cuenta que se presentaron más de 30 candidaturas electorales, incluidas todas las familias de la izquierda.
Hace tiempo que algunos economistas progresistas, como el catedrático de la Universidad de Sevilla Juan Torres López, advierten de que el auge de la extrema derecha es en parte responsabilidad de la izquierda, que no parece percibir la urgencia de afrontar de verdad la angustia de las clases populares ante las múltiples inseguridades que les acechan y prefiere responder con el mantra “antifascista”, sin duda más cómodo pero también menos efectivo, cuando no contraproducente.
Una de las mayores inseguridades en las democracias occidentales es la odisea para acceder a la vivienda; no solo en propiedad, sino también en alquiler. No se trata de una inseguridad cualquiera: la vivienda es la base a partir de la cual se edifica una vida. Sin un techo mínimamente asegurado, no hay proyecto de vida posible. Y sin embargo, aunque “el problema de la vivienda” suele formar parte del discurso y el programa de las izquierdas, no parece en cambio que sea realmente una de sus prioridades a la hora de convertirla en acción de gobierno.
España es un buen ejemplo de ello: la izquierda lleva en el Gobierno desde 2018, pero la vivienda es cada vez más inaccesible para las clases populares y especialmente para los jóvenes. Cada año parece peor que el anterior.
Eso no significa que la izquierda esté cruzada de brazos: se indigna por el problema, se ha creado un ministerio específico para afrontarlo y la ley que trata de poner límites a los precios del alquiler, que ha soliviantado a parte del sector, es uno de los hitos de la pasada legislatura.
Buenas intenciones sin resultados
Sin embargo, por buenas intenciones que tengan estas medidas, está claro que no atajan el problema: los precios siguen subiendo. Y ello es así precisamente porque no se afronta que estamos en una situación de emergencia y que, por tanto, no basta con intentar regular el mercado y esperar que estas acciones reformistas den sus frutos, sino que hay que implicarse de forma excepcional también como actor económico capaz de alterar las reglas del juego movilizando ingentes cantidades de recursos.
El enfoque de la izquierda institucional no parece comprender cómo opera el capitalismo: basta con poner un límite al alquiler para que los promotores encuentren mil y una formas legales (y, en muchas ocasiones, hasta legítimas) para derivar sus “activos” hacia fórmulas más lucrativas, con lo que el resultado final puede incluso agravar la escasez de oferta y con ello incluso aumentar los precios. Pero si la vivienda es un derecho y no solo un “activo”, no puede dejarse al albur de la oferta y la demanda en un mercado en el que la Administración pública desempeña apenas un papel secundario de quiero y no puedo.
La responsabilidad de los poderes públicos debería ir mucho más allá de arbitrar o señalar “culpables”, aportar suelo público o multar. En lugar de limitarse a poner tiritas mientras el enfermo se desangra, debería plantearse una intervención colosal ante la magnitud del desafío: como hizo hace tres décadas como promotor masivo de vivienda de protección oficial, le toca convertirse en un actor relevante del sector –no solo inyectando dinero público, también forjando alianzas con inversores privados– para aumentar de forma masiva y sostenida el parque de vivienda accesible. Eso sí, con las lecciones aprendidas: esta vez poniendo el foco en el alquiler social y asegurándose de que el nuevo parque no acabará privatizándose como en el pasado, cuando los beneficiarios del enorme esfuerzo público que se hizo acabaron pareciendo agraciados de la Lotería.
Ahora, tras décadas de dejación de funciones de los poderes públicos y de ceder al mercado la provisión de un derecho fundamental reconocido en la Constitución, ya no basta con unas pocas promociones públicas que mitiguen un pelín el drama. Algunos economistas tan solventes como Alejandro Inurrieta, expresidente de la Sociedad Pública de Alquiler con Carme Chacon y autor de Vivienda: la revolución más urgente (Alternativas Económicas, 2021), calcula que para aspirar a resolver el problema se necesita construir en España nada menos que siete millones de viviendas y orientarlas al alquiler social. Movilizar los miles de millones necesarios para lograrlo no es ninguna quimera: ya se ha hecho recientemente cuando sí se tenía interiorizada la sensación de emergencia, como con la pandemia o en la lucha contra la hiperinflación, e incluso pretende hacerse ahora también con el aumento gasto militar para cumplir con las exigencias de la OTAN.
Falta de sentimiento de urgencia
La falta de un sentimiento de urgencia real, más allá de la retórica, ante un tema tan esencial para las clases populares afecta al conjunto de la izquierda, no sólo al PSOE, que pilota el Gobierno y dirige el ministerio de Vivienda. Ninguno de los muchos actores de la izquierda lo ha elegido como casus belli a la hora de imponer condiciones a los gobiernos que dependen de sus votos.
Sumar ha optado como bandera de la legislatura por la reducción de la jornada laboral -una iniciativa muy loable, pero alejada de las preocupaciones de los que no llegan a fin de mes y que en realidad buscan trabajar más-; Podemos prioriza la confrontación ideológica que poco tiene que ver en la práctica inmediata con las condiciones materiales de los trabajadores; los comunes no tumbaron los presupuestos de la Generalitat por la vivienda sino por el Hard Rock Café, lo que hizo caer al Gobierno de ERC, que a su vez lleva casi una década en el poder en Cataluña y que ha preferido priorizar el avance del catalán en Netflix cuando ha puesto una condición sine qua non para facilitar la aprobación de los presupuestos del Gobierno progresista.
Hasta EH-Bildu y la CUP -en teoría, dirigidas por vanguardias revolucionarias- han elegido cuestiones que nada tienen que ver con las angustias de las clases populares cuando han tenido la sartén por el mango a la hora de aprobar presupuestos: en el primer caso, ha considerado más importante reforzar su nuevo perfil de socio responsable, mientras que la CUP ha votado reiteradamente cuentas de un partido tan en sus antípodas teóricas como Junts con el fin de impulsar la agenda independentista.
Convertir el problema de la vivienda en una prioridad política real, y no solo retórica o cosmética, conectando con ello con una de las angustias más comunes de las clases populares, sería la mejor receta para detener el auge de las formaciones de extrema derecha. Sin ninguna duda, mucho mejor que llamar “fascistas” a sus votantes.