Las calles españolas se inundan de ciudadanos indignados ante la imposibilidad de acceder a una vivienda asequible. Una vez más, la Constitución se convierte en papel mojado cuando se trata de derechos sociales, en marcado contraste con la férrea defensa de artículos sobre la unidad de España, la corona o el ejército. Mientras tanto, el Gobierno observa, dividido y preocupado, cómo se desarrolla una situación que desde hace tiempo se preveía como una bomba de relojería.
El problema actual de España comienza con los grandes actores financieros que han inundado el mercado inmobiliario en busca de altas rentabilidades. La compra masiva de viviendas para alquiler se ha convertido en una actividad extremadamente lucrativa y de bajo riesgo, accesible principalmente a grandes fortunas y empresas que operan bajo el paraguas de fondos de inversión. Aunque lo llaman “invertir”, esta práctica no mejora la capacidad productiva del país ni se asemeja a la inversión en investigación científica. En el mejor de los casos, estos fondos acondicionan mínimamente las viviendas antes de alquilarlas. En general, se trata de puro rentismo: las rentas fluyen desde la base hacia la cúspide de la sociedad.
Algunos argumentan a favor de proteger a los pequeños propietarios. Sin embargo, cabe cuestionar cuán “pequeño” es un propietario que puede recibir el equivalente a un salario mínimo mensual por el alquiler de una vivienda. No seamos ingenuos: España también enfrenta un problema con la reproducción social y económica de estos pequeños propietarios. Un sector de la población se ha convertido en rentista por herencia, alquilando propiedades a precios que, en la mayoría de las grandes ciudades, superan el salario mínimo. Algunos incluso han fragmentado viviendas grandes para crear mini-apartamentos con rentabilidades aún mayores. Ganar uno o dos salarios mínimos por explotar una propiedad heredada difícilmente sería considerado como el tipo de esfuerzo que los liberales clásicos premiarían.
Es innegable que las variables demográficas juegan un papel crucial. Las grandes capitales están despoblando el resto del país, atrayendo a profesionales cualificados en busca de mejores oportunidades laborales. Además, diversos flujos migratorios, desde familias modestas que comparten vivienda hasta acaudalados extranjeros que vienen a “invertir”, influyen en la dinámica del mercado inmobiliario. Estos procesos, junto con una oferta limitada, presionan al alza los precios. Pero no es, desde luego, el problema fundamental.
El resultado final de todos estos procesos no es una ineficiencia del mercado. El mercado de la vivienda funciona perfectamente desde la perspectiva de los inversores. El verdadero problema es anterior: ¿realmente queremos que la vivienda sea un bien del que una parte creciente de la población se vea privada?
Los recientes ganadores del Premio Nobel de Economía han profundizado en el papel de las instituciones y los incentivos y, aunque no son economistas heterodoxos, han superado el esquema abstracto que considera al mercado como un ente aislado. Los gobiernos siempre tienen la capacidad de moldear los mercados para que cumplan determinados objetivos. Esos objetivos son políticos. Por eso primero es necesario decidir qué papel debe jugar la vivienda en nuestra sociedad.
El franquismo, a partir de los años cincuenta, buscó crear una sociedad más conservadora facilitando la compra de viviendas y dando a los ciudadanos “algo que perder” en caso de inclinaciones subversivas. Los endeudó durante décadas, creando una población conservadora y atada a los bancos. El franquismo, por ejemplo, tenía un plan claro para la vivienda.
Los gobiernos democráticos posteriores contemplaron la vivienda principalmente como un bien de mercado. Aunque hubo algunas iniciativas de vivienda social, fueron limitadas y mal reguladas. La dinámica de los booms inmobiliarios moldeó el acceso a la vivienda para la mayoría de la población. Hoy, seguimos con la misma inercia, pero con una generación agotada tras dos décadas de precios imposibles y sin suficiente apoyo familiar para sobrellevar la situación. Una generación cuyas vidas se han visto truncadas porque la vivienda se ha convertido en un lujo.
¿Qué papel quiere el Gobierno para la vivienda? Pedro Sánchez ha declarado que no quiere un “país de propietarios ricos e inquilinos pobres”, una frase que suena bien pero que no se refleja en acciones concretas. Sus propuestas no abordan de raíz el problema, ya que se basan en incentivos equivocados. Si se quiere ser consecuente con la declaración del Presidente, es necesario construir más vivienda pública —fuera del mercado— y establecer fuertes desincentivos (fiscales, regulatorios, etc.) a la especulación financiera con la vivienda ya existente. El objetivo debe ser claro: expulsar del mercado inmobiliario a todos aquellos actores económicos que no compran para vivir sino para especular. Estos pueden redirigir su capital hacia otros sectores donde su inversión sea socialmente útil.
Es hora de que España defina claramente su visión sobre el papel de la vivienda en la sociedad y actúe en consecuencia. Solo así podremos avanzar hacia un modelo donde la vivienda vuelva a ser un derecho fundamental y no un lujo inalcanzable para gran parte de la población. En caso contrario, y esto ya lo hemos dicho en otras ocasiones, la población seguirá protestando y desconectándose progresivamente de este Gobierno. Lo que, irónicamente, facilitará el camino a las derechas más reaccionarias.