Sin vivienda no hay educación

11 de octubre de 2024 22:19 h

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En mi primer curso como orientadora atendí a una alumna de 3º de la ESO que me derivaron por su salud mental. Era una adolescente lista y espabilada, sacaba buenas notas, pero su estado de ánimo había ido empeorando y también su atención en clase. Un día no vino a la cita conmigo. Me dijeron que no había venido en todo el día y me pareció muy raro. Un par de horas después, supimos que ella y su familia acababan de ser desahuciadas. Ese curso suspendió prácticamente todas las asignaturas y después se cambió de centro, más cerca de la habitación donde otro familiar les acogió. 

Recuerdo la impotencia que sentí en aquel despacho de orientación. Mientras el resto de sus profesores y yo intentábamos cada día hacer nuestra parte del trabajo, dar a esta adolescente su educación obligatoria, acompañarla en su desarrollo a la vida adulta, otros nos lo tiraban por tierra. La policía, el sistema judicial y un casero arrancaban a esta menor de su casa, de su barrio, de su insti, de sus amigas, le arrebataban su capacidad de atender, sentirse segura, estudiar y aprender. Le arrancaban, entre tantas cosas, su derecho a la educación.  

Esto no es un caso aislado. De los desahucios que se producen en nuestro país, entre el 70% y el 80% incluye menores de edad. En muchos de estos casos, los colegios e institutos no nos enteramos hasta que suceden porque familias y alumnado no nos lo cuentan por vergüenza. O quizás no lo cuentan porque, en general, los profesores no hacemos nada. Un lamento, unas palabras de ánimo, y a seguir, que tenemos mucho curro y no llegamos. 

Las condiciones materiales influyen en la experiencia escolar y en los resultados académicos, siendo de hecho uno de los principales factores explicativos del éxito o fracaso académico. Es un hecho ampliamente contrastado por estudios de todo tipo. ¿Qué papel jugamos, entonces, maestras y profesores de la enseñanza obligatoria, en el contexto actual en el que nos encontramos con un 30% de pobreza infantil? ¿Podemos seguir haciendo nuestro trabajo sin hacernos cargo de que el derecho a la educación se tambalea cada día para un tercio de nuestra infancia?

Como orientadora, me llegan los casos identificados como “problemáticos” de cada centro en el que trabajo, con etiquetas para todos los síntomas: absentismo, bajos resultados, problemas de conducta, dificultades de aprendizaje, de salud mental, derivaciones a Diversificación o Formación Profesional Básica… En estas situaciones se nos pide a las orientadoras que evaluemos y demos respuesta al caso, asesorando al profesorado para actuar de la mejor manera posible para favorecer el aprendizaje y desarrollo del alumno en cuestión, y que derivemos a otros recursos de ayuda existentes si procede. En los tres años que llevo trabajando en centros educativos públicos de Villaverde, Carabanchel y Orcasitas, puedo asegurar que la gran mayoría de casos atendidos han estado atravesados por una dificultad relacionada con la vivienda que afectaba al alumno y a su familia. No podía explicar “el problema” del alumno sin reconocer el hecho de que esa unidad familiar no contaba con un lugar adecuado, seguro y estable en el que vivir. Es habitual encontrar alumnado que vive en una habitación de alquiler con uno de sus progenitores, expuestos al desalojo en cualquier momento y a la falta de intimidad; otros, inmersos en un clima familiar tenso e incluso violento con parejas que no pueden permitirse separarse; alumnos expulsados de sus casas que se tienen que mudar lejísimos o se cambian de centro; alumnos sin espacio para sentarse a estudiar: alumnos con padres y madres ausentes, trabajando larguísimas jornadas para poder pagar el alquiler. Precariedad e incertidumbre constantes. 

El sistema de vivienda actual, regulado para que las casas sean un bien de mercado que da rentabilidad a unos a costa de otros, es incompatible con un sistema educativo que se pretende universal, de calidad, para todos y todas, en igualdad de oportunidades. La “rentabilidad” de la que presume el mercado inmobiliario no solo destroza la capacidad económica de las familias inquilinas, también se lleva por delante su bienestar mental, su atención y regulación emocional, su tiempo, sus relaciones familiares y trayectorias educativas. 

Si los docentes madrileños tenemos que acudir a la manifestación por la vivienda del próximo 13 de octubre, no es sólo porque nuestro salario no sea ya capaz de garantizarnos acceder a una vivienda a una distancia razonable de nuestro centro de trabajo. Es el momento de denunciar que en este contexto, los profesores difícilmente podemos hacer nuestra labor. Sin vivienda asegurada para nuestro alumnado y sus unidades familiares, no hay lugar para el aprendizaje y el desarrollo evolutivo adecuado que busca la educación primaria y secundaria. Así, las propuestas de bajar el precio de los alquileres y cualquier medida para prohibir la especulación con la vivienda, se convierten hoy en medidas esencialmente educativas, al igual que lo fue en su momento legislar para que cualquier padre o madre pudiera salir del trabajo para hablar con la tutora de su hijo o acudir a la reunión de familias en en el centro.

Este 13 de octubre, todas aquellas personas que defendemos el derecho a la educación debemos defender que la vivienda es, por encima de todo, una necesidad básica y un derecho.