Durante los combates estáticos en zanjas de la primera guerra mundial, los soldados pasaban semanas, a veces meses, enclavados en su posición y expuestos a las lluvias y al frío del clima centroeuropeo. Aquel contexto provocó que la humanidad descubriese una nueva enfermedad: el pie de trinchera. Consistía en un edema rojo extremadamente doloroso que, de no tratarse, suele requerir la amputación. Es una lección aprendida de la guerra, también en Vietnam o en Ucrania: no podemos vivir con los pies mojados.
Los sucesivos informes del IPCC, el panel internacional de expertos contra el cambio climático, muestran que el nivel del mar ha aumentado a una tasa de 3 a 3,5 milímetros por año en las últimas décadas por la expansión térmica del océano y el derretimiento de los glaciares y el hielo polar. Las proyecciones para el próximo siglo dependen de la respuesta de los glaciares y el hielo polar a las emisiones de gases de efecto invernadero. Si las emisiones se mantienen altas, el nivel del mar podría aumentar entre 0,6 y 1,1 metros para 2100, aunque, si se redujeran de manera significativa, este incremento podría oscilar entre los 0,3 y 0,6 metros. Entre uno y dos pies de altura –si nos ponemos anglosajones–, vaya.
Puestos a mirar estadísticas alarmantes, draconianas y que alientan a saltar por el balcón a la primera de cambio, una de las últimas del CIS: la inmigración se ha convertido en el primer problema para los españoles. España está reaccionando a la crisis migratoria como los hombres a la fiebre o Madrid a los eventos meteorológicos: muy mal. Desinforma, que algo queda. Y si miramos al futuro más allá de los movimientos migratorios al uso, la cosa empeora. La guerra civil siria, cuya crisis migratoria todavía levanta ampollas en el Parlamento Europeo, y que sirvió a numerosos movimientos de extrema derecha en todo el continente para consolidar posiciones en las asambleas nacionales, desplazó aproximadamente a cinco millones y medio de personas. El cambio climático tiene potencial para desplazar a mil millones de personas; si les asusta un marroquí, con quienes comparten la mitad de los genes, no quiero ni pensar qué dirán de un tahitiano.
Pero no pongamos la vista únicamente en remotas regiones asiáticas o polinésicas: En el África Subsahariana los efectos del cambio climático son mucho más drásticos que en otros lugares del mundo por la carencia de una infraestructura nacional que permita llevar a cabo actuaciones paliativas o la reubicación de las comunidades vulnerables. La práctica ausencia –o más bien, inoperancia– de los mecanismos estatales lleva un paso más lejos la gestión de estas crisis, ya que los habitantes se verán obligados –como ya se da en conflictos bélicos– a abandonar sus lugares de origen ante la incapacidad de ser reubicados dentro del propio país, lo que se traducirá en una crisis migratoria mayor que la que generó la segunda guerra mundial. Y no nos limitamos a estimar los refugiados por el creciente nivel del mar: la sequía del lago Chad, por ejemplo, un lago endorreico que se encuentra entre Nigeria, Níger, Camerún y Chad ha visto reducida su capacidad hasta un 90% y amenaza a más de cuarenta millones de personas que dependen de sus aguas para beber y para los cultivos.
En el Sahel, por ejemplo, la debilidad y falta de institucionalización de los estados africanos llevan aparejada la aparición de actores –o grupos paramilitares como Boko Haram o Al Qaeda– no estatales que tratan de ocupar los vacíos de poder y gestionar los menguantes recursos disponibles, controlando comunidades que basan su economía en el sector agrario. El suministro de alimentos de muchos países del Magreb y del cuerno de África depende en buena medida de las exportaciones de alimentos –y más específicamente cereales– de Ucrania. La guerra y las disrupciones aparejadas en la cadena global de suministros de alimentos ha ocasionado una crisis alimentaria de difícil solución que continua agravando la crisis climática. En la región de Benishangul-Gumaz, al noroeste de Etiopía, se ha construido una represa, la ‘Gran Presa del Renacimiento Etíope’, que ha generado una gran convulsión en los países bañados por el Nilo. El 86% del agua consumida en Egipto proviene de las avenidas de aguas de esta zona. Un tratado firmado en 1902 por el país africano les impedía construir ninguna infraestructura hidráulica en el Nilo o en el río Sobat sin un proceso multilateral de negociación, por lo que la decisión de Etiopía no ha sentado muy bien Nilo abajo. Las guerras por el agua que otorgarán la condición de refugiado a otro montón de millones de personas, también tendrán sus raíces en el cambio climático.
La reubicación de los refugiados es, casi siempre, causa de polarización. La retórica contra los refugiados tuvo sus picos de mayor intensidad en 2016 y 2017, años en los que AfD (Alternative für Deutschland, unos señores que llamarían Mohammed a Santiago Abascal) creció enormemente gracias a estos discursos de odio. Una subida del nivel del mar de un palmo dispararía los problemas asociados a los litorales en el sudeste asiático y la India, donde se concentra cerca de la mitad de la población mundial. Marruecos demuestra a diario parte de su músculo estratégico en estas cuestiones amenazando con derivar a miles de refugiados de sus vecinos del sur a las puertas de Europa, haciéndose con una palanca de poder importantísima de cara a la diplomacia con la UE. Y nadie tiene el pudor para dejar de instrumentalizar las migraciones y convertir en un arma política las cuestiones más básicas de humanidad. Hoy en día radicalizarse no tiene ningún mérito, el sistema te lo pone demasiado fácil.