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EFE/ Pablo Miranzo

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El tipo uniformado me estudia de arriba abajo. Sospecha de mí, es evidente. Mis botines. Algo pasa con mis botines. Los mira un buen rato y luego los señala. “Se los tiene que quitar”. Es normal. Podría esconder cualquier cosa en esos botines. Una navaja. Una pistola. Uranio.

Me descalzo, pero eso no alivia sus sospechas. Sabe que mi aspecto de español corriente de vuelta de vacaciones puede ser un disfraz. Que, bajo esta vulgar fachada, tal vez se oculte un criminal extremadamente sofisticado listo para perpetrar el mayor secuestro aéreo de la historia de nuestro país. Por eso se centra en mi chaqueta, una chaqueta vaquera de Levi’s en la cual perfectamente podría llevar una barra de hierro, una AK-47 o cinco kilos de explosivo plástico. El uniformado prefiere no jugársela. “Quítese la chaqueta y póngala en la bandeja”.

Estoy descalzo y en camiseta. Parezco desarmado y vulnerable, pero eso es exactamente lo que intentaría parecer un asesino entrenado durante décadas para la misión más importante de su vida. El uniformado lo sabe, así que me recorre con la mirada una última vez. No puede permitirse el más mínimo error. Hay muchas vidas en juego. Entonces se fija en mi reloj. Es un Apple Watch de hace tres años. Lo uso para que me recuerde que no hago deporte. Me gusta que la tecnología me juzgue. Para el uniformado, sin embargo, solo es un “objeto electrónico”, sinónimo de “problemas”. Índice a mi muñeca. “Eso tiene que ir en la bandeja”.

Mientras obedezco, echo un ojo al otro lado del arco detector, el lado de la libertad. Allí me espera mi hijo de cuatro años, que ha cruzado antes que yo sin el menor contratiempo. Advierto en su mirada un matiz de decepción y, creo, también de despedida. Nunca ha visto a otro adulto hablarme con tanta severidad. Empieza a sospechar que no lograré reencontrarme con él. Quizá ya fantasea con un nuevo padre, a lo mejor hasta tiene alguna opción en mente. Voy a decirle que todo irá bien, que saldremos de esta, cuando el uniformado se aparta. “Pase”.

Cruzo el arco. Mi hijo se dispone a abrazarme, aliviado por la comodidad de seguir con el padre de siempre, cuando un pitido nos interrumpe. ¿Soy yo? Soy yo. Se acerca otro uniformado. “Control aleatorio. Recoja sus pertenencias y sígame”. Mi hijo no entiende nada. Yo se lo explico. Hay personas malas en el mundo, personas que matan a otras, y quizá yo sea una de ellas porque, en fin, nunca se sabe.

Me dispongo a recoger las bandejas de la cinta cuando la mujer frente al monitor me echa el alto. “Lleva un líquido”, afirma. No puedo mentirle, sería mi perdición. Le digo que sí, ay, en la mochila. Me ordena que la abra y yo la abro. Es el vaso de agua de mi hijo. La mujer clava su mirada en La Patrulla Canina. Se pregunta, sin duda, a cuánta gente podría matar eso. Cientos. Miles tal vez. “Tenemos que analizarla”. Mi hijo me mira. Me dice que tiene sed. Justo ahora, por supuesto. Le digo que se espere.

El análisis químico es satisfactorio. Mi hijo bebe y no cae fulminado en el acto, lo cual confirma la inocuidad de la sustancia. Cojo las bandejas y me las llevo hasta el control de explosivos. El uniformado me pide que adopte la postura de Jesús en el monte Calvario mientras me pasa una tira de celulosa por diversas partes del cuerpo. No unas partes cualquiera, sino aquellas donde con más probabilidad habrá dejado rastros la Madre de Satán, nombre vulgar del triperóxido de triacetona, muy popular entre los yihadistas. Mientras la máquina analiza el papelito, mi hijo retrocede unos pasos. Puro instinto de supervivencia. No está dispuesto a caer conmigo. Pasan unos segundos durante los cuales veo el vínculo padre-hijo hacerse añicos ante mis ojos. Luego la máquina hace pi. Ni rastro de yihadismo, gracias, que tenga un buen vuelo.

Nos alejamos de allí rodeados por otras personas aparentemente normales: padres y madres, hijos e hijas, abuelos y abuelas. Quién sabe tras qué apacible rostro se oculta el próximo asesino de masas. Podría ser cualquiera.

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