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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

El votante también es culpable

29 de mayo de 2022 21:21 h

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En la primavera de 1945 el pueblo alemán se horrorizaba al comprobar lo ocurrido en el interior de los campos de concentración erigidos por su Führer. Salieron a la luz las primeras cifras de judíos gaseados, de discapacitados asesinados y de homosexuales, gitanos o testigos de Jehová exterminados. A partir de ese momento, marcado por la derrota y la destrucción del Reich, quienes habían votado al partido nazi expresaron mayoritariamente su arrepentimiento: “Nos engañaron”, “¿Cómo podíamos imaginar que iban a perpetrar todas esas atrocidades?, ”No nos dijeron que nos llevarían a la guerra y a la destrucción“, ”No sabíamos las barbaridades que estaban cometiendo“…

En aquel momento ni los Aliados ni los soviéticos quisieron ahondar en la herida de una nación derrotada y en ruinas. Se aceptaron, más o menos, las excusas de los más de 17 millones de alemanes que en marzo de 1933 otorgaron la victoria al ya canciller, Adolf Hitler, en las que serían las últimas elecciones democráticas que se celebrarían en ese país hasta finales de los años 40. Sin embargo, ¿era cierta esa ignorancia y, por extensión, esa falta de responsabilidad y de culpa de quienes aquel infausto mes introdujeron la papeleta del NSDAP en la urna? Podemos seguir haciéndonos trampas en solitario, pero la realidad es un enemigo tozudo que siempre se acaba imponiendo.

Solo hay que leer, solo hay que escuchar

Adolf Hitler no engañó a nadie y mucho menos a sus votantes. Antes de llegar al poder el líder nazi verbalizó su deseo de instaurar una dictadura, de eliminar a los judíos, de emprender una guerra, de expulsar a todos los inmigrantes, de evitar que los discapacitados siguieran suponiendo una “carga” para el país y de acabar con sus enemigos políticos. Los alemanes no solo no desconocían esos planes, sino que quienes le votaron lo hicieron, entre otras cosas, porque querían que los llevara a cabo. Y así fue. El líder nazi se limitó a cumplir las promesas que lanzaba en los mítines y a ejecutar las ideas que difundía el NSDAP en los carteles con los que empapelaba los muros de toda Alemania. “60.000 marcos es lo que le cuesta a nuestra comunidad nacional mantener a esta persona que padece una enfermedad hereditaria. Ciudadano, ese dinero también es tuyo”, podía leerse en uno de aquellos carteles que presidía la imagen de un discapacitado delante de un enfermero. “Los judíos nacen criminales. No se puede reír libre y abiertamente. Su rostro simplemente se tuerce en una sonrisa diabólica”, rezaba otro de aquellos pósteres en los que se exhibía el rostro, con gesto forzado, de diez hombres y una mujer con rasgos hebreos. 

Hitler solo se dedicó a cumplir un programa político y un ideario que ya plasmó detalladamente en Mein Kampf. Desde 1925, esta obra estuvo a disposición de cualquier alemán que quisiera conocer la mentalidad y los objetivos de aquel líder al que podía o no votar. Repasemos algunos fragmentos que, insisto, no diferían de lo que el Führer vociferaba en sus mítines o de lo que su partido anunciaba en sus medios de propaganda.

Bye, bye democracia: “El parlamentarismo democrático de hoy no tiende a constituir una asamblea de sabios, sino a reclutar más bien una multitud de nulidades intelectuales, tanto más fáciles de manejar cuanto mayor sea la limitación mental de cada uno de ellos. En oposición a ese parlamentarismo democrático está la genuina democracia germánica de la libre elección del Führer, que se obliga a asumir toda la responsabilidad de sus actos. Una democracia tal no supone el voto de la mayoría para resolver cada cuestión en particular, sino llanamente la voluntad de uno solo, dispuesto a responder de sus decisiones con su propia vida y hacienda”.

Raza superior y guerrera: “En lugar del palabreo ridículo sobre la seguridad de la paz y del orden, por medios pacíficos, la misión de la conservación y del progreso de una raza superior es la que debe ser vista como la más elevada tarea”. 

Odio al judío: “Creo que, al defenderme del judío, lucho por la obra del Supremo Creador (…) Propagarse es una característica típica de todos los parásitos, y es así como el judío busca siempre un nuevo campo de nutrición (…) El judío es y será siempre el parásito típico, un bicho, que, como un microbio nocivo, se propaga cada vez más, cuando se encuentra en condiciones adecuadas. Su acción vital se parece a la de los parásitos de la Naturaleza. El pueblo que le hospeda será exterminado con mayor o menor rapidez (…) En el correr de los siglos, ya descubrieron otros pueblos que la simple existencia del judío es una calamidad equivalente a la peor peste”.

No es país para discapacitados: “El Estado debe procurar que solo engendren hijos los individuos sanos, porque el hecho de que personas enfermas o incapaces pongan hijos en el mundo es una desgracia, en tanto que el abstenerse de hacerlo es un acto altamente honroso”.  

De las palabras a los hechos

El partido nazi fue cumpliendo sus promesas ante el aplauso mayoritario de sus votantes. Solo 16 días después de las elecciones del 5 de marzo de 1933 se inauguraba el campo de concentración de Dachau. Cuando los primeros prisioneros, en su mayor parte socialistas y comunistas, aún no llevaban ni 48 horas en su interior, los nazis aprobaron la “Ley para solucionar los peligros que acechan al Pueblo y al Estado” que otorgó todo el poder a Hitler y acabó con la democracia. En abril se dio luz verde a los primeros decretos que restringían los derechos de la población judía. Se comenzó excluyendo a los adultos de la mayoría de puestos de trabajo y a sus hijos del acceso a las escuelas o los parques públicos. En enero de 1934 entró en vigor la “Ley para la prevención de descendencia con enfermedades hereditarias” que establecía la esterilización forzosa de personas que padecieran: “Deficiencia mental congénita; Esquizofrenia; Depresión maniaca; Epilepsia hereditaria; Baile de San Vito hereditario (enfermedad de Huntington); Ceguera hereditaria; Sordera hereditaria; Serias deformidades físicas hereditarias”. 

El resto de la historia es de sobra conocido: Hitler siguió cumpliendo lo prometido. Dachau fue solo el primero de la casi infinita red de campos de concentración y de centros de detención dirigidos por Himmler. De la segregación racial de los judíos y otros grupos considerados “inferiores” se pasó al extermino de millones de personas en las cámaras de gas. La esterilización de los discapacitados derivó en el asesinato de cerca de 200.000 hombres, mujeres y niños; 70.000 de ellos fueron gaseados en los seis centros de “eutanasia forzada” que formaron parte de la llamada acción T4 que se vanaglorió en sus informes de haber permitido con esas muertes que el estado ahorrara 885 millones de marcos. En todos aquellos años quienes se opusieron a Hitler fueron, mayoritariamente, los mismos que habían intentado impedir que llegara al poder: millones de alemanes que, en muchos casos, pagaron su valentía con sus vidas.  

En la otra orilla ideológica, ¿alguno de los votantes del NSDAP podía sorprenderse de que su ejército estuviera arrasando Europa Occidental y la Unión Soviética? ¿Podía extrañarse de que sus vecinos judíos, incluidos los niños a los que había visto crecer, fueran desapareciendo, noche tras noche? ¿Podía escandalizarse al ver el humo negro brotar de la chimenea del crematorio de ese edificio al que llamaban manicomio? ¿Podía inquietarse al no ver salir a uno solo de las decenas de miles de seres humanos que entraban en Mauthausen, Buchenwald, Ravensbrück o Sachsenhausen?

Sin duda alguno sí se rebeló, pero desde luego que no fue la mayoría. El grueso de sus votantes y no pocos simpatizantes tardíos del nazismo estaban encantados al ver cómo marchaban las cosas en aquella nueva Alemania. No es que fueran unos sádicos que desearan porque sí la muerte o el sufrimiento de millones de hombres, mujeres y niños. No era “porque sí”, era porque, tal y como les llevaba prometiendo el partido nazi desde finales de los años 20, la conquista de territorio, la eliminación y el sufrimiento del diferente y del extranjero les estaba proporcionando riqueza y prosperidad. Miles de alemanes, en su mayor parte votantes del partido nazi, se quedaron con las casas, las empresas o las pertenencias de las familias judías. Miles de alemanes, en su mayor parte votantes del partido nazi, se enriquecieron utilizando como mano de obra gratuita y esclava a los prisioneros y prisioneras de los campos de concentración. Millones de alemanes, en su mayor parte votantes y simpatizantes del partido nazi, disfrutaron con el crecimiento económico generado a costa de invadir países, expoliar a los judíos, asesinar al disidente y ahorrar el dinero que antes se dedicaba a mantener a los discapacitados. Solo se trataba de apoyar el proyecto, beneficiarse de él, no preguntar por los detalles de su ejecución y mirar para otro lado cuando se topaban con las consecuencias más crueles del mismo.

El arrepentimiento y la supuesta ignorancia solo florecieron cuando las victorias fueron dando paso a las derrotas; cuando la prosperidad desapareció y la miseria comenzó a llamar a las puertas de sus casas. Es obvio que ese egoísmo tan humano como despiadado no había sido la única causa que les empujó a votar al NSDAP. La humillación que sufrió su país tras la I Guerra Mundial, la crisis económica o el desencanto con los partidos políticos tradicionales remaron en la misma dirección. Es, por tanto, imprescindible conocer todas las razones que permitieron alcanzar el poder a un partido como el que lideró Hitler. Y una de ellas es la responsabilidad, la complicidad y la culpabilidad de sus votantes. Lo sabían y lo saben.