Votar en España es un buen negocio
La vida sigue igual, con la voz de Julio Iglesias y la letra de Tomasi di Lampedusa. Aunque nuestro ritmo de vida nos sugiera lo contrario, muchos procesos se parecen demasiado a nuestro más vergonzoso pasado.
Este prejuicio puede confirmarse a partir de la lectura de una auténtica reliquia del periodismo especializado, la revista ‘España Económica’, que durante los años sesenta contó con el impulso de algunos ilustres economistas como Luis Ángel Rojo, Joan Sardá, Miguel Boyer o Juan Manuel Kindelán, entre otros, y que sería clausurada a principios de los setenta por el ministro de Información Manuel Fraga Iribarne.
España Económica criticó la pompa de los exitosos planes de desarrollo y las principales reformas realizadas por los ministros tecnócratas de la segunda mitad de la dictadura. Los desequilibrios de una economía española que se beneficiaba mayoritariamente de la emigración, de la apertura al turismo y de la marea de crecimiento europeo y occidental en la edad de oro del capitalismo habían quedado tapados por la prensa oficial. Las dos crisis del petróleo durante los setenta pusieron fin a una bonanza nacional que era solo efímera y dificultaron el paso a la democracia. Para entonces, las advertencias de España Económica habían pasado a los polvorientos estantes del pasado.
Consultar algunos de los artículos de esta revista nos permite comprobar la profunda huella que el modo tradicional de hacer determinadas cosas en España ha dejado sobre nuestras élites. Uno de estos, publicado en la segunda quincena de septiembre de 1970 y titulado “La España de los buenos negocios”, resulta oportuno en una primavera electoral que alcanza ya su cenit.
El autor del análisis, que firma con pseudónimo, desnuda la sustancia del sistema productivo: “Trate usted de montar en el país una empresa seria, que produzca de verdad algún bien o servicio: ya verá cuántas dificultades y trabas, cuántos problemas, qué parcas rentabilidades. Acierte usted, por el contrario, a montar un buen negocio y compruebe por sí mismo la facilidad con que se producen los increíbles milagros económicos a la española (…) Nuestras empresas aumentan trabajosamente la renta nacional; los buenos negocios españoles multiplican veloz y asombrosamente los patrimonios de sus promotores”.
Detrás del éxito de los años sesenta, aquella balsa de aceite tecnocrática que nos había salvado de la pobreza y la barbarie cainita, seguía nuestro subdesarrollo: un modelo desvinculado de la creación de valor y centrado en el corto plazo y en las plusvalías rápidas; un sálvese quien pueda que permitía a aquellos más próximos a los diversos poderes de la dictadura adaptar las condiciones legales a su conveniencia. Una España del pelotazo que todavía no se había definido como tal, pero que representaba una versión modernizada del sistema corrupto afianzado durante la Restauración: “Lo que interesa es estar bien situado, tener amigos, colegas, cofrades o simpatizantes también colocados (…) Es mejor meterse en una compra de terrenos que reflexionar sobre los problemas de la banca española”.
Debemos preguntarnos si la llegada de la democracia, la entrada en Europa y las distintas crisis económicas han alterado significativamente estas condiciones. El ruidoso debate electoral trata de ocultar los verdaderos proyectos que nuestras ciudades y autonomías albergan para el futuro: entre estos, destaca la denominada Operación Chamartín, la construcción de miles de viviendas en propiedad con un descomunal beneficio para sus promotores; urbanizaciones y operaciones de regadío que amenazan con finiquitar parajes ya enfermos; o la ampliación de infraestructuras aeroportuarias contra todo tipo de protección ambiental o alternativa ecológica.
Los amigos del poder acuden hoy a sus terminales territoriales asistidos por fórmulas inversoras que persiguen hacer más grande su bolsa particular. Los políticos elegidos acaban siendo los últimos jefes de prensa de aquellos, comunicando las bondades de las nuevas inversiones por llegar y las oportunidades anejas. La legalidad de muchas de estas operaciones no oculta la progresiva enajenación de las ciudades y del país en sus distintas demarcaciones.
El próximo domingo, una versión moderna de la España de los negocios espera la ratificación de unos electores, que, fatigados y confundidos por el ruido mediático, los chirridos televisivos, la inseguridad laboral y la opulencia consumista, se ven abocados a elegir a partir de los tirones del estómago, el sexto sentido de la sociedad de las pantallas. Es muy difícil que con estos visos salgamos de mayo con una respuesta de frente a los desafíos en los que estamos sumidos. Más bien lo haremos con un callado asentimiento, el de un pueblo que el historiador Paul Preston considera incondicionalmente traicionado. Parece que nos vaya la marcha.
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