Siempre me equivoco. Al final, resulta que Emmanuel Macron había hecho un Pedro Sánchez, y no un Artur Mas, y convocando elecciones le ha mostrado a Marine Le Pen cuál es su sitio. ¿La primera? Ni de coña. ¿La segunda? No, lo suyo no es una alternativa. Francia la acepta, en todo caso, como tercera. Lo que siempre está y nunca llega. A la cola, Pepsicola. Si la española, cuando besa, es que besa de verdad; el francés, cuando vota, alimenta a toda la famélica legión.
Lo decían los viejos: yo no lo veré, pero algún día... A esta frase se han reducido las expectativas de triunfo de la extrema derecha francesa. Como soy un rojo de orden, pensaba que el lastre del Rassemblement National estaba en la memoria del cochambroso Jean-Marie Le Pen, pero la ultraderecha se lastra sola. Ni siquiera necesita acumular un pasado para ser repugnante. El suyo, el voto que cosecha, nace del odio. Ningún otro interés suscita.
De algún modo, ocurre en todos los países: hoy día, se vota más a la contra que a favor, se vota mucho por resentimiento, por rencor o incluso por hastío (que es el odio en la época de la siega, el estío). Hace falta un grado muy elevado de civilización, de sofisticación, de espíritu versallesco, para votar por vergüenza ajena y, por supuesto, propia.
A Francia no le da corte dejar su basura en el gran vertedero comunitario, como hizo en las pasadas elecciones europeas. Los franceses nunca se toman demasiado a pecho lo que sucede fuera de casa. Recordemos a Miterrand y el hundimiento del Rainbow Warrior, en Nueva Zelanda. Sin embargo, sufrir el bochorno, la humillación de que el mundo entero contemple las calles de Francia en manos de los Le Pen, esto no estaba dispuesto a soportarlo ningún francés contemporáneo, ni de izquierdas, ni de derechas. Hasta los chalecos amarillos han votado para que no salga Le Pen. Una cosa es estar harto, y otra pasar por ultraderechista.
Desde que Lyotard decretó la condición posmoderna en los años 80 (en España, la gente iba al Rastro vestida de Adolfo Domínguez), estar harto es lo más parecido que tenemos a una ideología. En Francia, se han enfrentado a tumba abierta el estar harto y el pudor, las dos grandes corrientes que mueven, en estos momentos, a nuestras sociedades. Una sociedad sin pudor queda en manos de los resentidos. Que Antón Losada me perdone, pero no me refiero al grupo gallego de los días de Adolfo Domínguez. O acaso, sí. El futuro al completo fue vaticinado por la movida viguesa. Sístole y diástole, nuestros sentimientos se debaten, desde hace tiempo, entre los resentidos y el siniestro total.
La Francia actual está plasmada, también a modo de profecía, en las antiguas historias policíacas del comisario San-Antonio. Fue el gran personaje (le suplantó hasta el nombre), del novelista Frédéric Dard (1921-2000). Un escritor popular, desbordantemente prolífico. Inventó un argot aún más verosímil, todavía más natural, que el eterno e incombustible lenguaje callejero de los franceses. Dard, como la mayoría de sus compatriotas actuales, fue un rechazado de las élites, y su biografía se construye en tanto que víctima de ese rechazo. Todo el mundo le leía. La alta literatura, sin embargo, nunca le tuvo en cuenta. Al contrario, despreciaba sus libros y desdeñaba a su persona.
En lo político, el escritor se sentía monoteísta hasta la médula, es decir, era única y exclusivamente de De Gaulle. Desconfiaba de todos los partidos, como se ha puesto ahora de moda. Su personaje, el comisario San-Antonio, no tenía reparos en relacionar en la misma frase al mariscal Pétain con Georges Marchais (en aquella época, el dirigente del PCF). Cuando, en 1997, murió el líder comunista francés, Frédéric Dard fue a la sede del partido en París (un edificio diseñado por Oscar Niemeyer, en 2, place du Colonel Fabien), y escribió estas solas cuatro palabras en el libro de homenajes: “Bonne nuit, monsieur Marchais!”. Todo está en los libros, y los libros son novelas de kiosco.
También está todo en los cuadros. Por ejemplo, los españoles vemos representado nuestro drama atávico, nuestra condición premoderna, en el Guernica, de Picasso. Esto no es porque esa pintura nos ponga delante de los ojos nuestra guerra civil. No figuran dos bandos en ese lienzo gigantesco. Se trata de algo más profundo. Nos retrata abiertamente como víctimas, como seres desgarrados. Víctimas del fascismo, por supuesto, del nuestro, y del fascismo desbocado que, entonces, se había adueñado de Europa. Hoy, en España, la derecha democrática es muy de pactar con la ultraderecha, pues nunca han sido sus víctimas. Todo lo contrario, siempre son sus benefactores.
El pasado domingo, la mayoría de la derecha francesa sintió la misma vergüenza que los partidos de izquierdas ante la posibilidad de dejar mandar a los ultras. Comparten una idea similar de sociedad democrática, sostienen un cierto modelo de país en el que creer. Pero el hecho de haber ganado les convierte en élites (ganar es eso), y de este modo, con sus propias derrotas, es cómo se nutren los ultras. La ultraderecha es una planta nitrófila, crece en suelos tóxicos. Ahí está la perversión de hablar de los de arriba, y los de abajo, en vez de emplear términos políticos. Y, para más inri, los que se reivindican como, supuestamente, los de abajo se creen siempre más numerosos (aunque las cuentas no salgan, porque, si no, ganarían). Y, encima, piden todo el rato venganza, lo mismo que el monje Salvatore de 'El nombre de la rosa' gritaba ¡penitenziagite! (¡haced penitencia!), presa de pánico ante el fin de unos tiempos en los que siempre estamos.