Vox, Europa y la amnesia

“Ha llegado la hora de los patriotas”, clamó Giorgia Meloni en el acto de Vox en Valencia. La primera ministra italiana es consciente de la importancia que tiene para la ultraderecha europea que Vox entre en el gobierno de España y que se afiance la idea de que la coalición que ella preside es un modelo exportable a toda Europa. Y los europeos, inmersos en una suerte de amnesia colectiva sobre las consecuencias del fascismo, sobre su depravación, le dan la razón. Uno de cada seis votos en Europa es para la ultraderecha. Desde la crisis económica de 2008 y la crisis migratoria de 2015, las formaciones ultra no habían dado un salto tan grande en la consecución del poder como en la actualidad, cuando por fin están consiguiendo entrar en gobiernos de toda Europa y marcar la agenda política y el debate público.

La extrema derecha gobierna en Italia, Hungría y Polonia; se han convertido en la segunda fuerza en Suecia y Finlandia, donde han logrado entrar en el Gobierno; en Grecia, los radicales de Espartanos han conseguido un resultado sin precedentes, y en Alemania, Alternativa para Alemania (AfD) ha ganado por primera vez unas elecciones comarcales en Sonneberg, un distrito rural de la región de Turingia, donde los sondeos vaticinan que la ultraderecha podría obtener hasta el 32% de los votos. Y no hay que olvidar Francia, donde problemas como la integración de la inmigración musulmana han llevado a Marine Le Pen a disputar dos veces la segunda vuelta en las presidenciales. Que los ultras consigan entrar en el gobierno de España puede ser la puntilla del sueño socialdemócrata europeo.

Razones hay muchas, y no solo la inmigración, la seguridad, las guerras culturales y los derechos de las minorías. Casi todas nacen del desencanto de una parte de las clases medias y populares que se han venido abajo, de los entornos rurales que se sienten abandonados o malentendidos y de los invisibles barrios periféricos. En ese seno se cultivan sentimientos de insatisfacción, rabia y rencor que la ultraderecha encauza con eficacia, porque su ideología es a la vez cruel y victimista y se basa en la disolución del nosotros, en un individualismo atroz que busca culpables en los otros, en los que son menos y más débiles. Se habla mucho estos días de Los amnésicos, de Géraldine Schwarz, la crónica de la vida de su familia antes, durante y después de la II Guerra Mundial, de la complicidad del pueblo alemán con el régimen nazi y de la importancia de preservar la memoria histórica para no volver a ser cómplices o ejecutores de la maldad. “Las mayores maldades siempre las comete un don nadie”, decía la siempre controvertida Hannah Arendt, y sí, es ya una realidad, corremos el riesgo de que todos nosotros, que en realidad no somos nadie, acabemos ayudando a cometer las mayores maldades. Especialmente los ciudadanos de países que, como España, somos incapaces de asumir nuestra propia historia y carecemos de una memoria común que nos proteja del fascismo.

De Arendt es la tan manoseada banalidad del mal, esa que funciona de arriba a abajo, y que en toda Europa representan hoy los partidos conservadores tradicionales normalizando a lo que está a su extrema derecha, apelando a un voto desacomplejado que en realidad es fascista y grosero. Esta semana José Luis Rodríguez Zapatero, convertido por sorpresa en la rock star de la campaña, decía que el problema no es Vox, es el PP. No quito la razón al expresidente porque en esta nueva era del destape de los más bajos instintos, es el PP el que no quiere ni memoria histórica ni futuro sostenible. Debe ser el ciudadano el que defienda la verdad, la dignidad, la diversidad y los derechos humanos. Ante la ola ultraderechista que se lleva por delante en toda Europa a gobiernos perfectibles pero con agendas de bienestar social, derechos humanos y acción climática, nos toca ahora a nosotros resistir y no callar. Y defender los valores y la memoria compartida que, en el pasado, permitieron la derrota del fascismo.