Hagan la prueba, acérquense a un mercado y pregunten a los de la fila frente a alguno de los puestos: “¿Qué le parece que bajen los precios?”. Pueden hacer lo mismo en un concesionario de automóviles, una tienda de ropa e incluso en una tienda distribuidora de Apple. ¿Me equivoco si digo que la respuesta unánime será: “Me parece muy bien”?
Sin embargo, desde hace unos meses, parece que el bloqueo mayor que tiene la economía española para lograr reactivar su actividad es la perspectiva de bajada generalizada de precios, de deflación, hasta el punto de que es cada día más frecuente leer y escuchar que “con la subida de precios –con inflación- llegará el crecimiento”.
No es de sorprender, por tanto, que la desorientación popular sea mayúscula, lo que dicen los expertos no coincide en nada con el sentir de la gente. ¿Quién tiene razón? Pues aunque no sea más que por prudencia, muy recomendable en estos casos, mejor responder que la gente. Y el motivo es muy obvio: la bajada de precios hace que se pueda comprar lo mismo a menor precio o, incluso, comprar más con el mismo dinero. Y ahora, aquí, la gente anda mal de “pasta”. Luego cabe esperar que las bajadas de precios debieran tener el mismo efecto dinamizador de la demanda que una subida generalizada de rentas. Y así está sucediendo, la demanda interna está sustituyendo al mercado exterior como impulsora del débil crecimiento registrado.
¿Por qué, entonces, se insiste en reclamar inflación? Podría decirse que por tres motivos, entre otros. El primero, porque las bajadas de precios dificultan el cálculo sobre la rentabilidad monetaria de las inversiones, lo que paraliza las decisiones de las empresas y por lo tanto repercute en el potencial crecimiento del empleo; segundo, y en el mismo sentido, la rentabilidad monetaria de las empresas, con el mismo volumen de ventas, disminuye, y dado su elevado endeudamiento, sus dificultades financieras se incrementan, con riesgo de su viabilidad y, por consiguiente, de destrucción de empleo, y; tercero, porque con la inflación el coste real de la deuda disminuye, lo que facilita su devolución.
Sin embargo, las cosas no son tan sencillas. Sin salir de los motivos anteriores se puede decir que la incertidumbre sobre las inversiones también se mantiene y aún más en caso de inflación, máxime en economías complejas en las que las empresas incorporan cada vez más insumos externos a su producción; las empresas ya instaladas cambian mayor seguridad en las ventas a precios menores por la incertidumbre sobre el comportamiento del consumidor ante procesos inflacionarios que debilita su capacidad de compra, y, en cuanto a la deuda, es cierto que la deuda ya contraída resultará más barata en términos reales, pero la nueva será, sin duda, más cara.
Llegados a este punto, seguramente, usted se esté reafirmando en su opinión sobre lo difícil que es encontrar un argumento económico indiscutible. Siempre hay un “pero” y tiene razón. Quizá habría que matizar que ni un crecimiento de los precios de un 3% es realmente una inflación preocupante, ni un descenso del 1% es una situación dramática. Otra cosa es debatir cuánto deben durar estas situaciones: si son transitorias como tal hay que contemplarlas, pero si perduran hay que profundizar en sus efectos estructurales.
Se admite, seguramente por pereza, que los precios se fijan en mercados competitivos, al mismo tiempo que, también, se admite que apenas hay competencia, luego, habrá que dar la razón a quienes defienden que los precios, como los salarios o los tipos de interés (que son precios) responden, sobre todo, a la capacidad de negociación de los que participan en los intercambios. En definitiva, es la capacidad de influencia de beneficiarse o no tanto de los procesos inflacionistas como deflacionistas lo que hace atractiva una expectativa u otra.
Así como la inflación beneficia a los deudores que ven reducido el coste real de los préstamos, a los monopolios que ven facilitado su comportamiento, o al Estado que ve incrementada su recaudación si no actualiza las bases impositivas, también perjudica a los perceptores de rentas de difícil negociación, como los pensionistas o los asalariados, o a los pequeños ahorradores y a los acreedores que podrían beneficiarse de la deflación. En definitiva, la evolución de los precios a largo plazo tiene una repercusión directa sobre la distribución de la renta. Y sobre esto, hay consenso entre economistas. La discrepancia está a la hora de señalar a quién corresponde pagar los costes de la crisis y los esfuerzos de la recuperación.
Hasta ahora, la salida de la crisis se ha buscado en la depresión de la economía nacional, en la devaluación interna, en la corrección de costes que permitieran recuperar la competitividad perdida. El empujón de las exportaciones iba a ser el mecanismo de relanzamiento hacia un nuevo modelo económico, más abierto, más competitivo, generador de divisas y, en cuanto exitoso, generador de empleo de calidad. El sueño no ha podido concretarse.
La realidad es que mientras que la liquidez proporcionada casi gratuitamente por el Banco Central Europeo está facilitando el pago de las grandes deudas privadas (desapalancamiento), el endeudamiento público, sobre todo de las autonomías, va por libre, lo que exige buscar vías para su moderación. Una es la disminución de los tipos de interés, siempre sometido a los riesgos de la inestabilidad de los mercados financieros (Rusia, Grecia, petróleo…), otra es la mejora de la recaudación tributaria, limitada por la elusión fiscal, la débil recuperación económica y las políticas de desarme financiero de la seguridad social, así que solo queda la inflación.
La inflación moderada, como se ha dicho, presenta como ventaja que disminuye el coste real del endeudamiento y, además, se defiende que es neutral ya que, aunque no sea cierto, parece que afecta a todos por igual y, por tanto, es políticamente menos discutible. Así que ya saben, la nueva política se basará en congelación salarial para no perjudicar la consolidación de la recuperación –Banco de España dixit- e inflación moderada para que, mediante la pérdida generalizada de capacidad de compra, podamos pagar mejor la deuda. Entre todos, claro.
Pero sería interesante explorar las ventajas de la deflación. La más inmediata es el impulso de las compras de bienes de consumo ya mencionada, pero existen otras más importante como el incremento de la competencia y, sobre todo, el incentivo a la innovación y de las mejoras en la productividad. Miren cómo se comportan los precios de los teléfonos, de los ordenadores o de los billetes de avión e incluso de los automóviles, y piénsenlo.
Este artículo refleja exclusivamente la opinión de su autor.