Viajé por primera vez en el avión del presidente del Gobierno español el sábado 24 de abril de 2004. Acompañaba a José Luis Rodríguez Zapatero, que once días antes había sido investido para esa magistratura por el Congreso de los Diputados. Íbamos a Casablanca, en el que era su primer viaje oficial al extranjero, y recuerdo que me impresionaba que el hombre para el que yo comenzaba a trabajar hubiera obtenido más de 11 millones de votos en las elecciones del 14 de marzo previo. Ni de coña iba yo a tener tantos lectores con mis artículos o mis libros. ZP, mi jefe, era más joven y menos viajado y políglota que yo, pero su legitimidad democrática era apabullante.
El objetivo de aquel viaje era cerrar la crisis con Marruecos abierta por la actuación patriotera y belicista de Aznar en el contencioso del islote de Perejil. El que tanto Casablanca como Madrid hubieran sufrido recientemente salvajes atentados yihadistas, ofrecía una clara oportunidad de reconciliación entre los dos países.
Semanas atrás, yo había recibido con reticencia la propuesta de ZP de incorporarme a su equipo en La Moncloa como director general de Información Internacional. Aquello no encajaba ni con mi espíritu ácrata, ni con mi pasión por el periodismo independiente y hasta irreverente. Pero ZP me dijo que pensaba cumplir su promesa electoral de retirar las tropas españolas de Irak, y que un amigo común, Miguel Barroso, le había sugerido que a tal efecto podrían serle útiles mis experiencias de corresponsal en Oriente Próximo, el Magreb, Francia y Estados Unidos.
No respondí de inmediato. Tardé cinco minutos en devolverle afirmativamente la llamada. Lo hice después de que John Le Carré, al que yo estaba entrevistando en aquel momento, me viera perturbado y me preguntara el porqué. Se lo conté y me animó a dar el salto. Él odiaba al trío de las Azores y su guerra de Irak. “Tómeselo”, me dijo, “como se toma un tranvía. Uno se sube en una parada y se baja unas cuantas más allá; no pasa el resto de su vida dando vueltas en el tranvía, ¿verdad?”
Seguí su consejo. Estuve en La Moncloa el bienio que había acordado con el presidente y luego regresé al periodismo. Pero jamás en las dos décadas transcurridas desde entonces me he arrepentido de aquella experiencia. Creo que ZP hizo un montón de cosas buenas por los españoles, aunque al final terminara siendo arrollado por la recesión económica internacional de 2008.
ZP era un socialdemócrata con el que un libertario pragmático como yo podía trabajar perfectamente. No cabía esperar de él que pusiera en cuestión el capitalismo, pero sí que intentara ampliar derechos sociales como la sanidad, la educación, las pensiones y la atención a las personas dependientes. A ello dedicó buena parte de los ingresos públicos de una bonanza económica que duró hasta la quiebra de Lehmans Brothers. En cambio, era muy progresista en materia de derechos civiles. Sinceramente comprometido con la igualdad de las mujeres y los derechos de gais y lesbianas.
En el año 2000, ZP le había ganado el Congreso del PSOE a la poderosa facción felipista, y esta nunca se lo perdonó y se dedicó a zancadillearle. Pero él aspiraba a escribir su propio capítulo con un equipo joven y un espíritu nuevo. Esto incluía retomar asuntos que habían quedado aparcados en la Transición o no habían sido puestos al día desde entonces. La memoria histórica, por ejemplo. O el modelo territorial.
ZP es leonés, pero ve la pluralidad de España como un activo y no como una carga. Frenó el Plan Ibarretxe poniéndolo a votación en el Congreso de los Diputados, no con medidas represivas. Y se implicó en una reforma del Estatuto de Autonomía de Cataluña por los cauces constitucionales. Esto no fue un error, en absoluto. El error lo cometieron los jueces carpetovetónicos del Constitucional que tumbaron aquella reforma. Ya entonces el Partido Judicial quería mandar en la política española.
Sufrió una oposición feroz. Le acusaron de rendirse a Bin Laden por retirar las tropas españolas de Irak. De traicionar a las víctimas de ETA por querer acabar con la banda usando a la par la firmeza policial y la negociación discreta. De acabar con la familia por legalizar el matrimonio gay. De romper España por darle más oxígeno a sus comunidades autónomas. Las derechas nunca aceptaron su legitimidad, pese a haber cosechado más de 11 millones de votos en dos ocasiones, 2004 y 2008, un récord no alcanzado por ningún otro presidente español anterior o posterior.
Y es que el PP sigue sin aceptar su derrota electoral del 14M de 2004. No asume que la delirante patraña de Aznar y los suyos tras los atentados del 11M –“ha sido ETA y el que diga lo contrario es un miserable”- le hizo perder votos y, sobre todo, sumó votos a la candidatura de ZP. Pero la barbarie del 11M la cometió un puñado de yihadistas residentes en Madrid, y fue consecuencia de errores colosales de Aznar. Su participación en la invasión de Irak puso a España en el punto de mira de la yihad. Su obsesión con ETA hizo que la Policía y los servicios de inteligencia no vigilaran con la atención que merecían a los discípulos de Bin Laden presentes en nuestro territorio.
No hubo un solo atentado yihadista en España en los años en que fue gobernada por ZP. Y al final de ese período, ETA se disolvió sin recibir nada a cambio. No es mal balance para alguien acusado de blandengue por las derechas machirulas.
Ya ven que sigo llamándole ZP, el acrónimo con el que ganó las elecciones de las que hoy se hoy se cumplen dos décadas. Supongo que es una muestra de cariño. El ZP con el que trabajé era un tipo valiente y de modales suaves, lo que él llamaba talante. Un tipo con criterio propio que no se arredraba ante la inquina con que le trataba El País de Juan Luis Cebrián, ni el desprecio que le manifestaba Felipe González. Tenía también mucho sentido del humor, aunque entonces solo lo exhibiera en privado y en público fuera tan serio que algunos hasta le llamaban Sosoman.
Ahora los progresistas están descubriendo esta última faceta con sus divertidos stands up en los mítines socialistas. No, ZP no da muestras de la decrepitud de espíritu de esos abuelos del PSOE que suman sus gritos histéricos a los de las derechas ante la idea de que su partido forme Gobierno con fuerzas situada a su izquierda o indulte y hasta amnistíe a los descarriados independentistas del procés.
El ZP que osó enfrentarse al emperador Bush al retirar las tropas de Irak y al papa Juan Pablo II al legalizar el matrimonio gay ha sabido conservar un espíritu juvenil. Por eso ha vuelto a convertirse en un referente progresista tanto para sus correligionarios como para mucha gente situada a la izquierda del PSOE.
P.S. Me divierte mucho la chusca reacción de Ayuso a las informaciones de elDiario.es sobre el presunto enriquecimiento inmoral y el presunto fraude fiscal de su novio Alberto: ¡La culpa es de ZP! Jajaja.