He disfrutado, como geógrafo, del seguimiento que elDiario.es ha realizado sobre los recientes comicios, gracias a interesantes ejemplos de cartografía temática aplicada a la información electoral. Otra cosa es que me haya gustado lo que los datos muestran. El mapa de la democracia en España evidencia en general un marcado fondo azul y, una vez más, Galicia es prácticamente monocromática. Para algunos gallegos, entre los que me incluyo, se pone de manifiesto una realidad difícil de asimilar y compleja de explicar. He vivido unas cuantas legislaturas con sus respectivas campañas electorales y tengo la sensación de que buena parte de la sociedad gallega vive aletargada, aislada y en un cómodo estado de autocomplacencia. Hay como una realidad paralela, en la que apenas tienen cabida la solidaridad, el pensamiento crítico o la exigencia de responsabilidades a los poderes públicos. Sí, un panorama un poco pesimista, lo admito. Creo que estamos lejos de ser una sociedad moderna, responsable, diversa, solidaria o comprometida con el medio ambiente, más bien vivimos un proceso de involución.
¿Por qué llegamos a esta situación? Quizás haya influido el secular aislamiento del noroeste de la Península, apartado consciente o inconscientemente de los centros de económicos y de poder (no sólo durante la historia reciente) lo que propició fuertes desequilibrios territoriales. O tal vez la incompetencia de gobiernos, centrales y autonómicos, para disminuir las desigualdades territoriales y sociales. También se podría poner en valor la incidencia que sobre nuestras vidas y sobre nuestra toma de decisiones tienen los omnipresentes poderes fácticos (la banca, las multinacionales, los medios de comunicación o la iglesia). He escuchado, incluso de mis conciudadanos, curiosos argumentos basados en tópicos sobre la “personalidad” o la “manera de ser” de los gallegos y gallegas: humildes, hospitalarios, amantes de las tradiciones, un tanto desconfiados y, aunque trabajadores, en general poco emprendedores. El tema daría para un debate interminable, casi filosófico.
Trato de afrontar con esperanza (tal vez debería llamarlo ingenuidad) cada proceso electoral, pero una vez finalizado no logro asimilar por qué una mayoría de la sociedad gallega responde ante las urnas del mismo modo, una y otra vez y de manera tan abrumadora. Da igual que la campaña electoral sea aparentemente “plácida”, si es que ha habido alguna, o como en las más recientes, predomine la tensión con discursos turbios, implacables y llenos de mentiras. Desde luego la clase política debería reflexionar sobre la imagen y los mensajes que se están dando a la ciudadanía y ver hacia donde nos estamos dirigiendo. Pero para mí, la mayor responsabilidad está en la propia ciudadanía. En la actualidad ya no deberíamos escudarnos en circunstancias y factores que consideramos superiores a nosotros y que nos controlan inexorablemente. En Galicia, por ejemplo, conocemos de primera mano (muchos no lo ven o no lo quieren ver) las consecuencias del control mediático, programado y sostenido en el tiempo. No descubro la pólvora cuando digo que existe desde hace tiempo un filtro informativo auspiciado por los medios de comunicación públicos y la mayoría de los privados, que se ha dedicado a depurar incompetencias en sucesivos gobiernos. La situación ha venido acentuándose durante las legislaturas del último presidente autonómico, representante aventajado de la más pura esencia “fraguista” y que, como su maestro, siempre ha tenido claras sus prioridades.
En este contexto, buena parte del voto en Galicia se ha convertido en una rutina (hay quien la considera además molesta) o casi un acto de fe, en el que el creyente nunca se cuestiona sus creencias y, en consecuencia, el resultado de sus actos en las urnas va incluso contra sus propios intereses. ¿Puede cambiar esta situación?, no lo sé. Es evidente que no se pueden obviar los condicionantes que influyen en nuestro comportamiento, pero no seamos hipócritas, la decisión a la hora de elegir a los representas políticos recae en cada uno de nosotros. Aunque podamos equivocarnos no deberíamos eludir nuestra responsabilidad social. Por encima de desalientos y frustraciones políticas, como ciudadanos con derecho a voto, estamos obligados a informarnos adecuadamente y a desarrollar un sentido crítico para tomar decisiones conscientes, meditadas y basadas en la solidaridad y la empatía social.